Nobleza
La Orden de San Juan de Jerusalén
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Orígenes y evolución
Es una Orden religiosa militar fundada en el siglo XI. Hacia el año 1084 los mercaderes de Arnalfi, en el Reino de Nápoles, establecieron en Jerusalén un monasterio de benedictinos, con un hospital dedicado a San Juan Bautista, destinado a recoger a los peregrinos. En 1099 Godofredo de Buillón hizo grandes donaciones a dicho hospital, por lo que su director llamado Gerardo, lo separó de la tutela de los benedictinos y fundó una nueva congregación llamada de Hospitalarios de San Juan o Hermanos del Hospital de San Juan de Jerusalén.
Raimundo de Puy, sucesor de Godofredo de Buillón, les dio una Regla que fue confirmada por el Papa Pascual III en el año 1113. Más tarde, Inocencio II, en 1130, transformó la Constitución de la nueva Orden, imponiendo a sus individuos la obligación de defender con las armas a los cristianos contra los infieles. Después que Saladino se hubo apoderado de Jerusalén en 1187, los Hospitalarios se instalaron en la ciudad de Acre. En 1291, es decir, al cumplir los cien años de estar en ella, tuvieron que evacuarla retirándose a la isla de Chipre. En 1310 conquistaron la isla de Rodas y comenzaron a llamarse Caballeros de Rodas. El sitio que sostuvieron contra Mahomet II en 1480 les llenó de gloria. En 1522 lucharon heroicamente, durante seis meses, contra el ejército de Soleimán II, pero se vieron obligados a capitular. Carlos V los instaló en la isla de Malta, y desde entonces tomaron el nombre de Caballeros de Malta, y allí permanecieron hasta la Revolución francesa.
En 1798 el general Napoleón Bonaparte se apoderó de la isla de Malta, que hubo de cederle sin combate al Gran Maestre Hompesch. Al morir éste en 1805 fue elegido Tommasi para sucederle, pero falleció a su vez algunos meses después. El Papa Pío VII no nombró sucesor, decidiendo que la Orden, privada de la isla que los ingleses habían ocupado en 1800, no comprendería en lo sucesivo sino dos lenguas, la de Italia y la de Alemania, y sería regida provisionalmente por un lugarteniente del Magisterio, elegido en calidad de vitalicio por el consejo de los caballeros, el cual Lugarteniente tenía que residir en Italia. El Papa Pío IX confirmó y modificó los Estatutos de la Orden, y León XIII, en 1880, le concedió la iglesia de San Basilio, en Roma, con el priorato del Monte Aventino.
La Orden de Malta aún subsiste como institución honorífica. Comprende Caballeros de Honor y Devoción; Caballeros de Justicia y Caballeros de Gracia Magistral. Cada categoría de caballeros se subdivide en tres clases: grandes cruces, comendadores y caballeros. La cruz de Malta figuraba de antaño sobre campo de gules, surmontada de una corona y rodeada de un rosario, de cuyo extremo inferior pendía una pequeña cruz con la leyenda Pro Fide. La Orden tiene también un brazo de Damas de Honor y Devoción, que como los caballeros de igual denominación y los de Justicia han de ser nobles.
Esta Orden fue gobernada hasta su instalación en la isla de Rodas por 23 Grandes Maestres, el primero de los cuales, Gerardo, era natural de Saint-Geniez, según unos, y de Hainaut, según otros; sólo tomó el título de Preboste o Guardián del Hospital de San Juan.
Arrojados los caballeros de Palestina por el Sultán de Egipto, pasaron a Chipre donde el Rey Enrique II les señaló para su residencia la ciudad de Limiso; pero los malos procederes de este monarca obligaron al Gran Maestre a buscar un asilo en donde la Orden fuese independiente. Después de la conquista de Rodas (1310) los Caballeros de San Juan cambiaron su nombre por el de esta isla, como ya hemos indicado, que fue el emporio de la orden durante más de dos siglos. Cuando se vieron forzados a capitular ante las poderosas fuerzas de Solimán II, en 1522, ocupaba el Gran Maestrazgo Felipe de Villiers de I’lle Adam, nacido en Beauvais en 1464 y fallecido en Malta en 1534. Al entrar el vencedor en Rodas expresó su admiración por la brillante defensa que había realizado el Gran Maestre, quien a los pocos días salió de la isla al frente de unos 5.000 hombres, trasladándose a Italia, donde el Pontífice Clemente VII les dio asilo en Viterbo, cuya ciudad abandonaron a causa de la peste, refugiándose en Mesina.
En 1530, logró este mismo Gran Maestre, no sin antes allanar muchas dificultades, que el Rey Carlos I de España -Carlos V de Alemania- le cediese la isla de Malta, con la de Gozo y la ciudad de Trípoli en África. En octubre de ese año tomó posesión de la nueva residencia, que desde entonces dio nombre a la Orden. Reedificó la ciudad de Malta y algunos caseríos y puso la isla en condiciones de defensa. Después de una expedición contra la plaza de Modo, de escaso resultado para la Orden, y de calmar los disturbios ocasionados por el asesinato de un familiar del Prior de Roma, murió el Gran Maestre a los setenta años de edad, dejando grato recuerdo de su gobierno.
Fue elegido para sucederle Pedro de Ponto, que era bailío de Santa Eufemia y descendiente de los señores de Lombriase y de Casal Gros en el Piamonte. Envió socorros a Trípoli, amenazada por Barbarroja, y sus galeras auxiliaron a la flota de Carlos V en la expedición del Emperador a Túnez; este Gran Maestre terminó sus días en noviembre de 1535, siendo elevado al Gran Maestrazgo Didier de Sanit-Jaille, llamado Tholon, prior de Toulouse, que se hallaba en Francia, pero su avanzada edad no le permitió llegar a Malta, falleciendo en Montpellier en septiembre de 1536. Durante su breve administración, Botiglia, general de las galeras de la Orden, hizo fracasar una expedición el Príncipe de Tagiora contra Trípoli, y le tomó la torre de Alcaide, que había hecho construir frente a la plaza. Juan de Omedes, caballero aragonés, bailío de Caspe, fue elegido Gran Maestre el II de octubre de 1536, pero no llegó a Malta hasta 1538, en cuyo año envió socorros a su aliado el Rey de Túnez, para ayudarle a conquistar la plaza marítima de Susa, empresa que fracasó por la traición de un renegado. Rechazó un desembarco de los corsarios, que sitiaron su capital mandados por el Bajá Sinan y el famoso Dragut, quienes se desquitaron en la isla de Gozo, que saquearon, llevándose cautivos a su gobernador, Galacián de Sesse, y a todos los habitantes, corriendo el año de 1551. De allí pasó Sinan a sitiar Trípoli, que capituló después de heroica defensa por haberse sublevado parte de la guarnición contra su gobernador, Gaspar Valier, mariscal de la Orden. El Gran Maestre le hizo arrestar, e intentó procesarle, pero la intervención de algunos caballeros devolvió la libertada Valier, a pesar de la inquina del Gran Maestre contra él.
No profesaba Juan de Omedes menor aversión a Strozzi, pior de Capua y general de las galeras, a quien indujo, con la mira de perderle, a intentar la conquista de Zoara, ciudad marítima de la provincia de Trípoli. Strozzi logró introducirse en la plaza con su tropa, pero gravemente herido en la lucha, se retiró con gran habilidad a sus buques, con los que recorrió el Mediterráneo, siendo el terror de los corsarios, a los que capturó flotas enteras, que conducidas al puerto de Malta, llevaron la abundancia a la isla.
Omedes, testigo de estos sucesos, que acaso no vio sin envidia, terminó sus días en 1553. Bossio le acusa de haber enriquecido a su familia a expensas de la Orden.
Fue su sucesor como Gran Maestre Claudio de la Sangle, natural de Beauvaisis, que se hallaba de embajador en Roma. Durante su gobierno las galeras de la Orden, unidas con las del Príncipe Andrea Doria, hicieron muchas presas a las del corsario Dragut, y Francisco de Lorena, Gran Prior de Francia, derrotó a una flota turca delante de la isla de Rodas en 1557. El Gran Maestre murió en agosto de este mismo año, siendo sucedido por Juan Parisot de La Valette, prior de Saint-Gilles, nacido en Toulouse en 1494 y fallecido en Malta en 1568, que había pasado por todas las dignidades de la Orden, y en todas ocasiones se había distinguido por su valor, su prudencia y su virtud.
Ascienden a 50 los navíos que por cinco veces tomó a los turcos. Irritado por ello Solimán II emprendió en 1565 la conquista de Malta con 159 buques y 30.000 hombres de desembarco, cuyo mando confió al Bajá Mustafá. La capital, defendida por un corto número de caballeros, pero con un valor del que hay pocos ejemplos, fue tomada el 23 de junio; las demás plazas de la isla rechazaron heroicamente los ataques turcos, que el 13 de diciembre siguiente fueron derrotados por La Valette y sus caballeros, y obligados a recobrar desordenadamente sus bajeles. Solimán, afligido por este descalabro, se dispuso a ir en persona contra Malta, a cuyo efecto, durante el invierno, hizo construir una nueva flota; pero el Gran Maestre halló el medio de destruir nuevamente los buques enemigos, haciendo incendiar el arsenal y los astilleros del emperador otomano.
En 1556 La Vallete hizo reedificar el fuerte de San Telmo, destruido por los turcos, y construyó cerca del mismo una nueva ciudad a la que dio su nombre: La Valeta. Pío V le escribió muchos Breves, expresándole su aprecio y reconocimiento, a uno de los cuales respondió el Gran Maestre quejándose del derecho que se atribuían los Pontífices, en contra de las prerrogativas de la Orden, de disponer del priorato de Roma. Pío V prometió que en la primera vacante dejaría a la Orden en el goce de sus derechos; a pesar de ello nombró más tarde prior a su sobrino el cardenal Alejandrino. La carta en la que La Valette se quejaba de esta nueva injusticia, por indiscreción del embajador Cambiano, se divulgó por Roma antes de ser entregada al Papa, que por esa razón se negó a aceptarla.
El 23 de agosto de 1568 fue elegido nuevo Gran Maestre Piero Guidalotte, sobrino del Papa Julio III. Terminó la construcción de La Valeta, trasladando a ella la capital de la Orden, falleciendo en 1572, siendo sucedido por Jean L`Evesque de la Cassière, de la lengua de Auvernía y gran mariscal de la Orden. Una conjuración tramada por muchos caballeros, cuyas licenciosas costumbres trató de reprimir, se propuso deponerle en 1581. El jefe de tal conspiración, Romegas, general de las galeras, gran guerrero, pero de espíritu turbulento y mal político, se hizo nombrar Lugarteniente General, y obtuvo del Consejo de la Orden un decreto en virtud del cual condujo al Gran Maestre al castillo de San Angelo. Informado de ello el Papa ordenó que ambas partes marchasen a Roma, donde hizo justicia contra sus acusadores a L`Evesque de la Cassière, que se presentó seguido de 800 caballeros; en Roma le sorprendió la muerte el 21 de diciembre de 1581.
Hugo de Loubens de Verdatte, de una ilustre familia del Languedoc, fue elegido para sucederle el 12 de enero de 1582 entre tres candidatos propuestos por el Papa. El espíritu de sedición que reinaba en la Orden le aconsejó refugiarse en Roma en 1587, donde el Pontífice, para acallar el descontento lo devolvió a Malta investido con la dignidad de cardenal; pero como la púrpura no produjo el efecto que el Papa supuso, el Gran Maestre regresó a Roma donde falleció el 4 de mayo de 1595. En febrero de 1596 fue elevado al Maestrazgo D. Martín Garcés, de la lengua de Aragón, señor de Amposta, que contaba a la sazón setenta y cinco años de edad; su gobierno fue grato a los caballeros y al pueblo, falleciendo en 1601, y siendo sucedido por Alof de Wignacourt, que había de ser uno de los más ilustres Grandes Maestres de la Orden. Pertenecía a una antigua casa de Picardía. Durante su magisterio las galeras de la Orden se apoderaron de la ciudad de Mahometo en las costas de Africa, asolaron la isla de Lango, tomaron y saquearon a Corinto, y al mando de Alfonso de Castel Saint-Pierre penetraron en Castel-Torneze, retirándose con un rico botín y gran número de prisioneros. Este Gran Maestre hizo construir en 1616 un magnífico acueducto de cuatro millas de longitud para surtir de agua a la ciudad de La Valeta; falleciendo en 1622 a los setenta y cinco años de edad.
Le sucedió el portugués Luis Méndez de Vasconcellos, bailío de Acre, que falleció a su vez en marzo de 1623. Antonio de Paula, prior de Saint-Gilles, que sucedió a aquél, tuvo que justificarse ante el tribunal del Papa de muchos crímenes de que le acusaron, y dirigió sus quejas a todos los soberanos de Europa protestando de la libertad que se tomaba el Pontífice Urbano VIII, disponiendo de todas las encomiendas de Italia en favor de sus parientes. En 1631 reunió un capitulo general de la Orden y falleció en 1636 contando más de ochenta años. Fue designado para sucederle Pablo Láscaris del Castellar, bailío de Manosque, descendiente de los Condes de Ventimiglia y de los antiguos Emperadores de Constantinopla.
Ante el peligro de una guerra con el Sultán Ibrahim, irritado por haber apresado los caballeros malteses una expedición turca muy importante en 1644, el Vizconde de Arpajon, uno de los más grandes señores de Francia, levantó 10.000 hombres a sus expensas, equipó varios buques y desembarcó en Malta, ofreciendo este considerable socorro al Gran Maestre. El ataque de los turcos no se llevó a efecto, pero Láscaris, reconocido, otorgó al Vizconde y a sus sucesores primogénitos la cruz de oro de la Orden. Este mismo Gran Maestre adquirió en 1651 en las Antillas la parte francesa de la isla de San Cristóbal, junto con las de San Martín, San Bartolomé, Santa Cruz y Tortuga, cuyo gobierno confió al comendador de Poinci. Murió a los noventa y siete años de edad en 1657.
Fue sucedido por Martín de Redín, prior de Navarra y Virrey de Sicilia, que reforzó las fortificaciones de Malta, falleciendo en 1660, siendo elegido por unanimidad para sucederle el bailío de Lyon, Aneto de Clermont de Chatte-Gassans, quién debió tal elección no tanto a su noble cuna, como a las virtudes cristianas, militares y civiles que le adornaban; pero por desgracia sólo gozó tres meses de su dignidad. Don Rafael de Cotoner, bailío de Mallorca, que le reemplazó, no cesó durante su magisterio de enviar las galeras de la Orden al socorro de la isla de Candía. Murió, con gran sentimiento de los malteses, en 1663. Su hermano D. Nicolás de Cotoner, bailío de Negroponto, fue elegido para sucederle, socorriendo también a Candía hasta que en 1669 fue tomada por los turcos, levantando en la isla de Malta nuevas fortificaciones que la hacían inexpugnable. A su muerte en 1680 se eligió a Gregorio Carafa, de ilustre familia napolitana y prior de la Rosella, durante cuyo gobierno se distinguió la Orden en las expediciones de los venecianos a Dalmacia y a Morea. Le sucedió Adriano de Vignacourt en 1690, quien reparó varias fortificaciones de Malta, derribadas por un terremoto, dotando a la Orden de un magnífico arsenal para sus galeras, falleciendo en 1697. Le sucedió el aragonés D. Ramón Perellós de Rocafull, bailío de Negroponto, que reforzó la marina de la Orden, falleciendo a su vez en 1720, llorado por todos los malteses por su liberalidad para con los necesitados.
Marco Antonio Londadari, de ilustre familia de Siena, sucedió a Perellós y falleció en 1722, reemplazándole el portugués Antonio Manuel Villena, quién había pasado por todos los cargos de la Orden, a la que finalmente gobernaría durante catorce años, falleciendo en 1736, siendo sucedido por D. Ramón Despuig Montalegue de una de las familias más ilustres de Mallorca, quien falleció en 1741, sucediéndole quién a la sazón era vicecanciller y bailío de Gracia, el portugués Manuel Pinto de Fonseca; le correspondió a este Gran Maestre descubrir una peligrosa conspiración preparada por muchos prisioneros turcos con la complicidad de dos judíos, cuatro griegos y el capitán de una fragata maltesa, siendo implacable con ellos, ejemplarizando con sus ejecuciones a toda la población. Malta le es deudora de la construcción de muchos y bellos edificios, siendo el primer Gran Maestre que llevó en su escudo la corona cerrada, como los monarcas, terminando sus días en 1773 a la edad de noventa y un años.
Sucedió al Maestre Pinto de Fonseca el navarro D. Francisco Jiménez de Tejada, quién falleció en 1775, ascendiendo al maestrazgo Juan Manuel María de las Nieves de Rohan-Polduc, de la lengua de Francia quien convocó y presidió un capítulo general reuniendo a la Orden en San Antonio y creando la nueva lengua de Baviera en 1782. Fernando de Homspech, elegido en 1797 fue el último Gran Maestre residente en Malta, pues abdicó su dignidad a favor del Zar Pablo I de Rusia, retirándose a Trieste. En 1803 el Papa nombró Gran Maestre a Juan Tommasi, quién al fallecer en 1805 designó para sucederle al bailío de Guevara, que fue confirmado por la Orden en calidad de Lugarteniente del Maestrazgo. El Tratado de Paz de París de 30 de mayo de 1814 consolidó internacionalmente la expulsión de Malta de la Orden de San Juan de Jerusalén, al conferir a Inglaterra la soberanía de la isla, y aquella pasó a tener como residencia la ciudad de Roma. Desde entonces los supremos rectores de la Orden de Malta siguieron llamándose Lugartenientes del Maestrazgo, hasta que en 1879, al ser elegido para dicho cargo Juan Bautista Ceschi de Santa Croce, natural de Trento, fue reconocido por los monarcas de Europa nuevamente con título de Soberano Gran Maestre.
Como muy bien afirma el tratadista de Derecho Internacional Público, Manuel Díez de Velasco, al hablar de las peculiaridades de esta Orden como una soberanía subsistente en el contexto internacional pero sin territorialidad, en la década de los años cuarenta pasó la misma por un mal momento, ya que llegó a discutirse ante los Tribunales de la Curia Romana su propia existencia. La sentencia cardenalicia de 24 de enero de 1953, Acta Apostilicae Sedis, dejó bien sentado que se trata de una Orden religiosa y como tal depende de la Santa Sede y está regulada por el Ordenamiento Canónico; pero en el ámbito de este Ordenamiento y en los límites de esta subordinación, goza de una amplía autonomía de organización y movimiento, que le permite asumir derechos y deberes de carácter internacional frente a terceros Estados, que la reconocen como sujeto de Derecho Internacional. Dicha Sentencia resolvió muchos problemas pendientes dentro de la propia Orden, y por Breve de Pío XII de 21 de noviembre de 1956 se dictaban los nuevos Estatutos que serían aprobados por el Consejo de la Orden el 8 de diciembre, entrando en vigor un año más tarde.
Respecto a la personalidad internacional hay que tener en cuenta que la Orden de Malta mantiene relaciones diplomáticas con 15 Estados entre los que se encuentra España. Por Italia fue reconocida por Decreto de 2 de diciembre de 1929, hallándose también reconocida su personalidad por dos Sentencias del Tribunal de Casación italiano de 17 de diciembre de 1931 y 13 de marzo de 1953.
Como ya hemos dicho existían desde antiguo en España las lenguas de Aragón y de Castilla, como grandes prioratos, siendo esta última en 1517 subdividida en otros dos prioratos que recibieron los nombres de Castilla el uno, y de León el otro. La llamada Ley General de Desamortización de 29 de julio de 1837 afectó también al patrimonio de la Orden de Malta en España. Un Real Decreto de 4 de septiembre de 1885 suprimió las lenguas subsistentes de Aragón y Castilla (con los dos prioratos de ésta) y refundiéndose en una sola llamada Asamblea de España, estableciéndose sus fines y atribuciones de consenso entre el Rey Don Alfonso XII y el Gran Maestre, y pasando a ser una institución, por lo que a España respecta, estrictamente de carácter honorífico-nobiliario, sin perjuicio de que dependan de la Asamblea diversos establecimientos benéficos, y la misma ejerza el patronato de cenobios a esta Orden adscritos.
Actualmente, para pretender el ingreso en la Asamblea de España de la Orden de Malta, en su grado de cabellero de Honor y Devoción (modernamente la Orden tiene también un brazo de damas), es preciso acreditar nobleza a fuero de España por los cuatro primeros apellidos del aspirante; existe un rango de inferior jerarquía formado por los caballeros de Justicia, quiénes solamente han de acreditar pruebas de la nobleza por su apellido de varonía; finalmente, el Soberano Gran Maestre otorga, en atención a ciertos merecimientos, el nombramiento de caballero de Gracia Magistral a relevantes personalidades de la sociedad, que no precisan alegar pruebas de nobleza. Esta Asamblea de España está gobernada por un Bailío-Presidente, existiendo en ella las dignidades de bailíos-grandes cruces, entre quienes se cuenta el rey don Juan Carlos I de España.
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Forma de ingreso en los distintos grados de la Orden
La Orden de San Juan de Jerusalén distinguía los siguientes grados o calidades: Caballeros, religiosos y sirvientes. Los caballeros Podían ser de justicia, cuando su ingresó en la Orden estaba de acuerdo con todos los requisitos exigidos, o de gracia, en el caso de que, aun nobles, no pudiesen practicar completamente sus pruebas, necesitando para ello dispensa del Gran Maestre, que se concedía excepcionalmente.
Los religiosos eran conventuales y de obediencia. Los primeros disfrutaban beneficios y estaban además adscritos a las iglesias de la Orden. Los de obediencia eran nombrados para servir estas mismas iglesias. Existían además capellanes ad honorem que no tenían asignada función alguna.
En los hermanos sirvientes se distinguían dos categorías: sirvientes de armas y de oficio; había también donados o freyles de media cruz.
Para sea recibido en cualquiera de los grados de la Orden, la primera circunstancia requerida era la legitimidad de nacimiento, con la sola excepción de los hijos de reyes, príncipes o grandes señores. Era también precisa la limpieza de sangre, probada en forma que no pudiese haber duda, de ascendencia de infieles, ya que cualquier indicio sobre ella, aun advertido después de la profesión, la dejaba sin efecto. Esta Ordenanza debía ser leída especialmente al novicio antes de ser admitido para que no pudiese alegar ignorancia.
Se exigía además no haber contraído matrimonio ni ingresado en otra Orden, debiendo ser privado del hábito el caballero a quien después de la profesión se pudiese probar lo contrario; no haber cometido homicidio, salvo en caso de legítima defensa; no haber sido perseguido por la justicia ni condenado por el Tribunal de la Inquisición, y no estar obligado a nadie por deuda de consideración.
Era preciso también que ni el pretendiente ni sus padres tuviesen bienes de la Orden, ya que solamente previa restitución de ellos podía ser admitido, encareciendo especialmente la aclaración de esta circunstancia a los caballeros informantes.
El aspirante debía de estar sano de cuerpo y mente y ser útil para el ejercicio de las armas. No se tenían en cuenta los defectos físicos que pudiesen sobrevenir después de la profesión. Era también requisito indispensable haber nacido dentro de la jurisdicción de la Lengua o Priorato, de la Orden en la que se pretendía ingresar.
En el grado de caballeros era necesario probar la nobleza, por lo menos, con cien años de antigüedad. Dicha nobleza debía ser nativa o de origen, no concedida por merced de señor; generosa, sin contaminación de profesiones viles o mercantiles; universal, es decir, reconocida en toda tierra o lugar y poseída sin derogación alguna.
En el grado de religiosos y sirvientes de armas, aun cuando no era precisa la nobleza, el aspirante debía probar ser hijo de padres honorables, haber practicado algún oficio liberal, no haber ejercido profesión vil y no haberse ocupado, ni él ni sus padres, en trabajos mecánicos, con excepción de los prestados en las armas o en servicios a la Orden.
En la prueba de ascendencia se acreditaba solamente la de padre y madre, ya que en estos expedientes no se exigían tantas circunstancias como, en los de caballeros.
Otro requisito para los capellanes era que antes de ser recibidos en la Lengua o Priorato, debía ser reconocida su suficiencia para el servicio de la Iglesia ante la asamblea de religiosos, con las tres cuartas partes de votos.
En el grado de religiosos de obediencia no era preciso acreditar que los padres no habían ejercido oficios mecánicos; era suficiente con que lo probase el pretendiente.
Para las mujeres que querían ser recibidas en la Orden de San Juan, además de ser de honesta vida, nacidas de legítimo matrimonio y de padres nobles, era condición precisa habitar en un monasterio.
Para los donados se exigía ser bien nacido, de sangre limpia, no haberse dedicado a oficios viles o mecánicos y hacer a la Orden alguna, donación de sus bienes. Los donados de la Corona de Aragón gozaban el privilegio de ser recibidos sin licencia del Gran Maestre.
Para la tramitación de las pruebas, el caballero debía dirigirse al Capítulo Provincial, presentándose a él personalmente, entregando un memorial en el que exponía su deseo de ser recibido en la Orden, haciendo constar su nombre, los de sus padres y abuelos paternos y maternos, juntamente con el lugar de naturaleza. Debía acompañar también los escudos de armas de sus cuatro apellidos, que se consideraban como presentados si estaban descritos en la relación de los comisarios con sus distintivos y colores. También debía figurar copia auténtica y legal de la partida de bautismo, por la que constase que el pretendiente era mayor de dieciséis años, sin cuya circunstancia no se podía expedir comisión para caballeros y sirvientes, bajo pena de nulidad.
Presentada esta documentación, dos comisarios examinaban si se hallaba en regla, y en este caso, se procedía al nombramiento de unos segundos comisarios para practicar 1a información, interrogando a personas de calidad y dignas de fe, y si de ella se seguía alguna circunstancia desfavorable al pretendiente, debían comunicársela con objeto de que desistiese de su pretensión.
Los caballeros informantes, elegidos a suerte, debían ser precisamente del Priorato en que había nacido el pretendiente.
La prueba de nobleza debía practicarse en el lugar de origen de la familia. Las costas de desplazamiento de caballeros y notario eran de cuenta del pretendiente. Según la constitución de 22 de marzo de 1663, en la Castellanía de Amposta, los caballeros debían recibir cincuenta reales diarios cada uno de ellos, debiendo caminar ocho leguas al día e interrogar por lo menos a cuatro testigos.
Los comisarios juraban cumplir fielmente el encargo que la Orden les confiaba. Los caballeros informantes no podían comer en casa del pretendiente o de sus parientes.
Como hemos dicho, la información se hacía en el lugar de naturaleza no sólo del pretendiente, sino de su familia.
En cuanto a los testigos se refiere, para la nobleza eran suficientes dos testigos; para la religión, en España, se exigían doce, aunque este número varía en los distintos expedientes según el criterio de los comisarios.
En el interrogatorio, la primera pregunta se refería a la legitimidad de nacimiento; la segunda, a la limpieza de sangre, debiendo quedar bien acreditado que el pretendiente era de estirpe de cristianos, sin contaminación de infieles. Seguían después las preguntas sobre requisitos generales: si había cometido homicidio, si había profesado en otra religión, si había contraído matrimonio o sufrido persecución por la justicia o condena del Tribunal de la Inquisición. Sucedía a éstas la prueba de nobleza, no solamente de padres, sino también de abuelos paternos y maternos. Los testigos debían declarar que la familia era de armas y solar conocidos y reputada así por voz y fama pública. Debían también reseñarse las armas de los cuatro apellidos, de forma que apareciese claramente probada la nobleza, por lo menos con cien años de antigüedad.
En España esta prueba se hacía enteramente por medio de testigos, si bien en Castilla se acompañaban algunas veces escrituras de ejecutoria, y en Aragón privilegios de exención, solamente gozados por los nobles. En Cataluña y Mallorca, se probaba condición de descendiente de los caballeros que acompañaron a Jaime I en sus conquistas, bien por los libros de matrícula de la ciudad o por vía testifical.
Terminado el proceso se verificaba su revisión en el capítulo o asamblea provincial. Examinado el expediente en la Asamblea, podía ésta admitirlo o rechazarlo.
Los comisarios no podían dar su parecer ni tenían voto para la aprobación. Si el Capítulo recusaba la revisión de la prueba debía verse ésta en la Lengua a la cual competía su aprobación definitiva.
Si algún profeso era recibido en la Orden contra lo establecido en sus Estatutos, si era caballero, pasaba al grado de sirviente de armas; si religioso, a capellán de obediencia; si sirviente de armas, a sirviente de oficio, quedando incapacitado además para recibir encomiendas o bienes de la Orden.
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Regla de la Orden, dada por fray Raimundo del Puy, Maestre del Hospital de Jerusalén
1. Yo, Raimundo, siervo de los siervos pobres de Cristo y guarda del Hospital de Jerusalén, con el consejo de todo el Capítulo, frailes, clérigos y laicos, he dispuesto estos Estatutos en la Casa del Hospital de Jerusalén.
2. Primeramente ordeno que todos los frailes dedicados al servicio de los pobres, estén obligados a observar sobre todo tres votos, con la ayuda de Nuestro Señor, los cuales son prometidos a Dios, a saber, castidad, obediencia y pobreza. Y estos tres votos los exigirá Dios el día del juicio final.
3. Y no pidan que se les entregue, sino el pan y el agua y los vestidos que les han prometido. Todo lo cual se les promete dar cuando profesan en la Orden. El vestido sea humilde y honesto, puesto que los pobres de Nuestro Señor, de quienes nos confesamos siervos, van desnudos, tristes y abandonados, ya que es muy contra razón y feo que el sirviente sea orgulloso y que el señor sea humilde, lleno de bondad y desprovisto de todo.
4. Asimismo se ordena que sus formas de andar y de comportarse en la iglesia sean honestas. Igualmente su conversación sea conveniente. Es a saber que los clérigos, diáconos y subdiáconos deben servir al capellán en el altar, vestidos de blanco. Y si es necesario, también que otros clérigos desempeñen estos oficios con voluntad. También ordenamos que la luz arda día y noche en la iglesia. El capellán debe visitar a los enfermos, vestido de blanco. Y debe llevar religiosamente el cuerpo de Nuestro Señor, llevando el diácono, el subdiácono o el acólito delante una antorcha o una vela junto con el agua bendita.
5. Cuando los frailes vayan por la ciudad o por los castillos no vayan solos, sino en grupos de dos o de tres. Y no vayan con aquellos que ellos quieran, sino con los que les ordene el Maestre. Y cuando lleguen allí donde se dirijan, vayan juntos, conduciéndose de igual modo por lo que toca al hábito y al modo de andar y comportamiento. Asimismo que todo lo hagan, en especial su conversación y movimientos, de tal modo que no pueda ofender la vista de nadie. Y sobre todo deben hacer gala de una excelente conducta y de santidad.
6. Cuando estén en la iglesia, en la Casa o en cualquier otro lugar donde haya mujeres, deben conducirse sabia y honestamente. Más aún, que mujer alguna no les lave la cabeza. Que Nuestro Señor Jesucristo, por su santa merced, los guarde de este modo.
7. Asimismo hombres religiosos y justos de entre los frailes clérigos o laicos, deberán ir a procurar limosnas para los santos pobres donde haya. Y cuando busquen un refugio, acudan a la iglesia o cabe alguna persona honesta y pídanle que comparta por caridad con ellos sus bienes y sus alimentos. Y no le pidan nada más. Si no encontrasen quien se lo diera, que puedan comprar algún alimento para poder vivir.
8. Igualmente ordenamos que no puedan exigir cosa alguna, tierra o recompensa, por las limosnas, sino que, por el contrario, las envíen al Maestre con un escrito. Y el Maestre las debe reexpedir a los pobres del Hospital con su escrito.
9. El Maestre debe recibir, procedente de todas las casas de la Orden, la tercera parte del pan y del vino y de todo otro alimento. Y lo que sobrare sea propiedad de los pobres, debiendo enviar todo ello a Jerusalén para los pobres, junto con su escrito.
10. Ningún fraile de cualquier casa que sea no pueda ir a recoger o procurar limosnas, sino tan sólo aquellos a quienes se lo ordenen el Capítulo y el Maestre de la iglesia. Aquellos frailes que vayan a pedir limosnas, que sean acogidos en las casas de la Orden a donde se dirijan, y coman igual que hayan dispuesto en ellas, no pudiendo exigir ninguna otra cosa. Asimismo deberán tener allí donde estén luz, de aceite o de cera, y en cualquier casa en la que estén tengan luz o lámpara en las habitaciones.
11. Ordenamos con todo rigor que los frailes del Hospital no puedan vestirse con ropas impropias de nuestra Orden, ni lleven pieles de animales salvajes.
12. Disponemos que en todo tiempo y estación sólo coman dos veces al día. De manera especial prohibimos que coman carne los miércoles y los sábados, especialmente de la Septuagésima hasta la Pascua, a no ser que estén enfermos o tengan otra necesidad. Ordenamos que los frailes del Hospital no duerman [desnudos], sino vestidos con camisa y calzón de lino o de lana o con otros vestidos.
13. Os hacemos saber que si algún fraile, lo cual no suceda, conducido por el diablo, cae en fornicación, si peca pública y manifiestamente, sea sentenciado en público y le sea aplicada una penitencia adecuada. Y ello sea hecho conocer públicamente. Si es sorprendido por alguien, en la villa donde haya cometido su pecado, el domingo después de misa, cuando la gente sale de la iglesia, ante la presencia de todos, sea castigado duramente con una vara o con correas, bien golpeado y atormentado, por su Maestre o por otro fraile. Y si no quiere sufrir el castigo con paciencia y protesta rechazándolo, sea echado fuera y expulsado de nuestra compañía.
Mas si después Nuestro Señor ilumina su corazón y vuelve a la Casa del Hospital para servir humilde y devotamente a los pobres y reconoce su pecado por haber transgredido la ley de Nuestro Señor y promete enmendarse, debe ser recibido caritativa y amigablemente. Y permanezca en un lugar aparte, encerrado durante un año, de modo que no pueda salir fuera de la puerta. Y si los frailes observan durante este tiempo que se conduce satisfactoriamente, hagan lo que consideren justo y tengan piedad de él.
14. Igualmente si un fraile se disputa con otro y el prior o el comendador o el procurador de la Casa escuchan el griterío, se le debe aplicar la penitencia que sigue: Ayunará durante siete días, el miércoles y el viernes a pan y agua, y comerá sin mesa ni mantel.
15. Si un fraile hiere a otro fraile, ayunará cuarenta días, el miércoles y el viernes a pan y agua.
16. Y si sale [sin autorización] de la casa donde se encuentra y deja al Maestre al cual está sometido por voluntad propia, sin su consentimiento, y después de esto vuelve, comerá en el suelo durante cuarenta días, ayunará los miércoles y los viernes a pan y agua. Y estará encerrado en un lugar separado y estrecho tantos días cuantos estuviera fuera. Si por azar el tiempo no fuera tan prolongado, que el Capítulo considere poner remedio oportunamente.
17. En la mesa se debe observar lo que dice el apóstol: «Que cada uno coma su pan en silencio y que no beba después de completas». Asimismo los frailes deben guardar silencio en sus lechos y que la conversación no ofenda ni cause violencia alguna a los otros frailes.
18. Si un fraile no se conduce bien será amonestado y castigado por su Maestre o por otros frailes hasta dos o tres veces y si instigado por el diablo, rechaza el castigo y no se enmienda ni obedece, debe ser conducido ante nos a pie y ser llevado a la cárcel por su pecado y su falta. Pero no por ello se le debe desasistir, sino que se le debe procurar cierta provisión y comida para que pueda sustentarse y venir ante nos y nos lo castigaremos y corregiremos, ya que estamos seguros que no es un error ni falta de razón corregir las malas acciones y los fallos de los frailes.
19. Asimismo ordenamos con todo rigor que ningún fraile del Hospital golpee, hiera o rechace a los sirvientes o a los enviados que le serán confiados o puestos a su servicio, por ningún fallo o pecado que hagan. Sino que por el contrario, el Maestre de la Casa ejercerá su autoridad sobre todos. En toda circunstancia la justicia de la Casa sea mantenida y guardada en su integridad.
20. Si alguno de los frailes conserva en propiedad algún bien en la hora de la muerte y no lo hubiera mostrado o confesado, cuando le llegue el momento de morir y se le encuentre la moneda que tenía escondida, se le cuelgue dicha moneda al cuello y sea llevado desnudo por el Hospital de Jerusalén o por las otras casas donde viviera. Y sea castigado duramente por otro fraile y haga penitencia cuarenta días y ayune a pan y agua los miércoles y los viernes.
Y si un fraile tiene en propiedad algo y se le encuentra después de muerto y no lo hubiera mostrado a su Maestre, su cuerpo debe ser conducido al Capítulo. Y el Maestre se debe querellar contra él y un fraile le debe excusar y defender. Si se le encuentra culpable, el Maestre debe proceder con diligencia y su cuerpo será enterrado fuera, como si fuera excomulgado, y ningún oficio religioso se hará por él.
21. Ordenamos sobre todo una disposición justa y razonada y que es muy necesaria para todos. Mandamos y ordenamos que se canten treinta misas por el alma de todos los frailes que mueran en nuestra obediencia. Así pues, en la primera misa todos y cada uno de los frailes que estén presentes deberán ofrecer, cada uno, un dinero con una candela. Dichos dineros deberán ser entregados por amor de Dios a los pobres. El capellán que diga la misa, si no es miembro de la Casa, debe formar parte de la comunidad durante esos días y tendrá derecho a beber y a comer. Acabado el servicio en honor del difunto, el Maestre le debe gratificar.
Asimismo ordenamos justamente que todos los vestidos del fraile difunto, allí donde los tenga, sean dados a los pobres, en nombre de Dios. Los frailes capellanes que cantaran las misas, deberán rezar a Dios por el alma del difunto y cada uno de los clérigos deberá leer un salterio y los laicos ciento cincuenta padrenuestros.
22. Asimismo los frailes deberán confesar en Capítulo todos los fallos y presentar las acusaciones bien y lealmente y obrar según derecho.
Ordenamos y disponemos todo esto tal como os hemos dicho anteriormente, de parte de Dios todopoderoso y de la bienaventurada Virgen María, del bienaventurado Señor San Juan Bautista, de San Pedro y San Pablo y de los Santos Padres, de modo que sea observado y guardado con sumo empeño.
23. Asimismo ordenamos que en aquella casa en la cual gobiernen el Maestre y el Capítulo, cuando el enfermo acude al Hospital, sea recibido con benignidad. Primeramente se confiese y comulgue y después sea llevado al lecho. Y sea atendido en todas sus necesidades en aquella Casa, según la capacidad de la misma. La Casa debe ser rociada con agua bendita.
24. Si algún fraile que ejerciera su autoridad administrando bienes en diversas tierras, llevado por su loco afán, acude ante una persona seglar o ante el rey, conde o barón o ante cualquier gran señor y les muestra las limosnas de los pobres, así como el dinero, y se los entrega, según su capricho y contra la voluntad del Maestre, ese tal sea echado fuera y excluido [como un bandido] de toda nuestra compañía, hasta que se arrepienta.
25. Si dos o tres o más frailes están juntos y uno de ellos se conduce indignamente o lleva mala vida, ninguno de los otros lo debe difamar ante el pueblo ni ante el prior, sino que él mismo lo castigue.
Y si él no se quiere enmendar, lo castiguen dos o tres frailes y si se enmienda, deberán alegrarse por ello. Y si no quiere corregirse, instigado por el diablo, entonces deberán tomar nota por escrito de su falta y la manden en secreto al Maestre. Y se proceda de acuerdo con el Maestre y el Capítulo.
26. Asimismo ningún fraile acuse a otro y cuídese bien si no lo puede probar. En el caso de que no pueda probar dicha acusación, dejará de ser fraile y será excluido de toda la compañía del Hospital.
27. Asimismo ordenamos que todos los frailes de cualquier priorato al que estén adscritos se ofrezcan y prometan servir a Dios y al Hospital de Jerusalén y que lleven la cruz delante del pecho en sus capas y en sus mantos en honor de Dios y de la Santa Cruz, para que Nuestro Señor Jesucristo nos guarde y nos defienda al amparo de este estandarte en la fe, obras y obediencia y nos proteja en cuerpo y alma, en compañía de nuestros bienhechores cristianos, allí donde estén, del poder del diablo, en este mundo y en el otro.
28. Se ordena absolutamente que no se pueda afear de ningún modo, ni contradecir neciamente, ni romper ni proceder en contra de nuestras disposiciones, confirmaciones e innovaciones, ni se pretenda desaprobarlas. Y si alguno, llevado por la locura, hubiera intentado reprobarlas, sepa que incurrirá en la indignación de Nuestro Señor Dios Jesucristo y de los santos bienaventurados, es a saber, de sus apóstoles, San Pedro y San Pablo. Dado en Letrán, el día siete de abril, [segundo año] de nuestro pontificado [1299].
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