Genealogía

Genealogía, evolución

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Introducción

La genealogía es tan antigua como la familia, pudiera decirse que nació con ella. Desde siempre, hemos honrado a nuestros padres, con cuya palabra quería significar a nuestros ascendientes; de otro lado, un mutuo y recíproco amor unía, hasta más allá de la muerte, a padres e hijos, abuelos con nietos, a ascendientes con los descendientes, y parientes de un linaje. 

De aquí que la Genealogía la encontremos en todos los pueblos de la antigüedad como hecho fundamental, no sólo para regular los derechos meramente privados y familiares, sino para gozar de los mismos derechos públicos, como eran los cargos religiosos y militares de las tribus, y con mayor razón para el de jefe de ella, sobre todo desde que esta jefatura se hizo hereditaria, convirtiéndose en monarquía.

Genealogía en la India, Egipto y Grecia

En la India se conservaban cuidadosamente las genealogías: una princesa no podía buscar marido sino entre los que probaban descender de una familia soberana, es decir noble.

En Egipto, cuya primera y segunda nobleza la formaban, respectivamente, los sacerdotes y guerreros, se sucedían genealógicamente en sus oficios; privilegio de los guerreros era que entre ellos había de elegirse el Faraón, cuyo poder pasaba al primogénito, y después a su hijo, y así sucesivamente, y cuando esta línea directa fallaba, pasaba a los hermanos y hermanas, formando así las Dinastías, de las que se cuentan hasta treinta y dos, que llenan 3.300 años anteriores a J. C. La última dinastía fue la de los Ptolomeos, que tuvo fin con la célebre Cleopatra. Los nombres de cada Faraón se esculpían en los monumentos para que no se olvidaran nunca, de los cuales se borraban si en el «Juicio de los muertos», que se hacía ante cuarenta jueces que por haber dejado de temerle, calibraban sus virtudes y sus vicios.

En la antigua Grecia, que distinguía clases aun entre sus divinidades, calificando de dioses nobles o celestes a los principales, la Genealogía se manifiesta con pujanza en sus reyes -que sucedían en el trono, por herencia, salvo cuando el oráculo les era adverso-, en la nobleza y en los héroes,a los que se ligaba por vínculos de parentesco con los propios dioses. Ulises, el héroe de la guerra de Troya, era hijo de Laertes, que tomó parte en la expedición de los Argonautas, nieto de Arcesio y segundo nieto de Júpiter, padre y rey de los dioses.

Los romanos, pueblos del Norte y Asia

Los romanos muestran su interés genealógico no sólo en lo religioso, sino también en lo jurídico y en lo social. En el Derecho son muchas las instituciones en que interviene el parentesco, y los parientes se clasifican en agnados y cognados, según que genealógicamente vengan por línea de varón o por línea de mujer. En lo social, la población de los primeros tiempos se divide en dos clases: patricios y plebeyos; los primeros se agrupan en diez curias, formadas por diez gens -parentelas o linajes- cada una. Rómulo, fundador de Roma, procedía de la gens Julia, cuyo origen está en Julo, hijo de Aeneas. El jefe de la gens extiende su autoridad sobre todos los miembros del linaje, del mismo modo que el pater familiae la tiene absoluta sobre todos los que viven en la casa.

En medallas conmemorativas e inscripciones se hace con frecuencia una sucinta relación genealógica del personaje que recuerda. Pero tanto en Grecia como en Roma la nobleza que pudiéramos llamar de sangre: eupátridas, de aquélla, y patricios, de ésta, tenían sus árboles genealógicos, a los que añadían elementos no auténticos para enlazar sus genealogías, hasta unirlas con una divinidad, dando a entender de este modo la gran antigüedad de su linaje.

En los pueblos del norte, normandos y vikingos, se cultiva y aprecia también la genealogía, los vikingos lo muestran en sus cantos guerreros, y para los normandos se considera más distinguidos y son más apreciados los hombres de los que se conocen varias generaciones de antepasados.

En China, Persia, Asiria y Babilonia, Israel y otros pueblos del Asia, la Genealogía forma parte de su esencia y modo de vivir.

El pueblo hebreo

El pueblo hebreo es eminentemente genealogista; la única y más completa cronología de la Biblia es la ciencia genealógica.

La genealogía siempre tuvo importancia en el pueblo de Dios porque la familia fue eje de su preocupación y de su vida, pues anunciado por Patriarcas y Profetas que el Mesías, redentor del género humano, había de nacer del propio pueblo, todos trataban de tener al día la más detallada y completa historia genealógica de su linaje, en espera de que el Hijo de Dios -que era el Dios mismo- se dignara engrandecerle con su nacimiento. 

Esta era la razón por lo que anhelaban los hebreos tener numerosos hijos, así su descendencia sería larga y no se extinguiría en muchos siglos; por dicha razón, también las bodas eran solemnizadas por toda la tribu, y se cuidaba del esposo para asegurar la sucesión, quedando dispensado de todos los servicios personales y de la milicia durante un tiempo prudencial. Este proceder contrastaba con el de los cananeos, moabitas y armonitas, cuya religión les hacía inmolar a los dioses sus propios hijos, o con el de otros pueblos orientales, que mutilaban a los varones. 

Las genealogías de los hebreos son, en gran mayoría, por consanguinidad, de varón a varón por la línea de los primogénitos, pero también las hay de colaterales; son notas características de ellas, en que son pocas las que se hacen de las mujeres, a las cuales se cita con relativa frecuencia en aquéllas, sobre todo en casos como el de Jacob, progenitor de las doce tribus de Israel, cuyos hijos descendían de distintas madres: Lía, Zelfa, Raquel y Bala. También conviene hacer notar que no se ponen todos los hijos en las genealogías, sino sólo aquellos que se juzga necesario para poder seguir ordenadamente las sucesiones antidiluvianas de Adán a Noé por líneas de sus hijos Caín y Set, y las postdiluvianas de Noé hasta Abraham, y de éste al Mesías, o sea la descendencia por línea de Set, la cual se desparrama por los doce linajes de Israel. También es de notar que a los yernos se les llama hijos, costumbre que dura hasta los mismos Evangelios: San Lucas dice en el suyo que San José era hijo de Elí a causa de haberse desposado con María, hija de Elí. También debemos hacer notar la duplicidad de nombre para una sola persona que figura en las genealogías que de Jesucristo hacen los Evangelistas San Mateo y San Lucas, y la omisión que deliberadamente hace el primero de cinco antepasados del Señor.  

La medida de la importancia que el Pueblo de Dios daba a la Genealogía la da el sólo considerar que once capítulos del Génesis, que comprenden dos mil años y nos llevan desde Adán hasta el Patriarca Abraham, lo llenan los demás pueblos de la tierra con infinidad de dioses y leyendas. También nos muestra su preocupación genealógica en muchos versículos de los Libros Sagrados: en el Eclesiastés se lee: Beatificamus eos viros glorios e parentes nostro in generationem sua, que tomó por divisa el antiguo y noble Solar de Tejada. No comparezcas en juicio contra tu propia sangre, No injuries a tu padre, todos estos versículos fortalecen y honran al linaje de que se desciende.

El pueblo árabe

El pueblo árabe parece que se formó con los descendientes de Katán, hijo de Heber y nieto de Sem, y con los de Ismael, hijo de Abraham, que pasaron a la península de Arabia. No se conoce con detalle la historia y costumbre de estos pueblos, pero influidos por la dura vida del desierto, su afición al comercio por medio de caravanas y el haber establecido la poligamia, les hizo olvidar la práctica de formar las genealogías de sus linajes. Pero cuando Mahoma hizo en el siglo VI, después de Jesucristo, su reforma religiosa, escribiendo en el Corán los dogmas y leyes de la misma, se inició cierta tendencia a conservar el recuerdo de los linajes que descendían del Profeta, y estas genealogías siguen hoy conservándose, principalmente entre los jefes de los Estados musulmanes: el sha de Persia, el rey de Arabia o el sultán de Marruecos, si han alcanzado sus respectivos tronos, es por saberse con certeza que son descendientes de Mahoma.

Los pueblos americanos

 

Los pueblos americanos, en tiempos anteriores a su descubrimiento por Cristóbal Colón, conocieron y aplicaron la genealogía, sobre todo los más adelantados, como los imperios Maya e Incaico, de México y Perú respectivamente.

En el último, el germen social fue la clan, que agrupaba alrededor de la madre o de la abuela todos los descendientes consanguíneos, el cual evolucionó al ayllo, en el que además de la sangre les unía la protección del mismo totem.

Este gobierno patriarcal lo ejercía la madre, abuela o bisabuela, representada por su marido, su hijo o su hermano, que era el jefe civil y tomaba el nombre de Inca, que quiere decir «único señor»; la jefatura militar la ejercía el Sinche, que ejercía su cargo para casos de guerra o de emigración, y por ello, de modo temporal.

Estos cargos de Inca o Inga, de Sinche y el de Sacerdote del Sol se transmitían genealógicamente por línea de los primogénitos, salvo que careciendo de él o no siendo apto se daban por elección, pero siempre dentro del linaje o ayllo.

Los Incas se casaban con las hermanas o sobrinas para mantener la raza pura, y ésta era su esposa legítima, a la que llamaban Mama-Coya, aunque también tenían concubinas o Sipa-Coyas, que descendían del linaje, y Mama-Cunas o mujeres de ayllos que no eran del ayllo real, los hijos de ambas, eran tenidos por bastardos. También los Reyes de Méjico practicaban la endogamia.

El ayllo real de los Incas del Perú era el Chima-panaca, y sus descendientes se sucedieron a través de dos distintas dinastías de reyes: los Hurin y los Hanan Cusco. El fundador de la primera dinastía fue Manco Capac, al que su madre -según la leyenda- colocó petos y diadema de oro, y llevándole sobre un cerro, el reflejo solar le convirtió en un ascuas refulgente, por lo que el pueblo le consagró y adoró como Hijo del Sol. Este Inca fundó el año 1043, después de J. C., la ciudad del Cuzco; manda construir el Templo del Sol, y el oro que le representa es a la vez símbolo de la religión y blasón de la Nobleza.

Las historias y genealogías de los Incas se guardaban en el santuario de los Poques, que fue dedicado al Sol. Según nos dice el Notario Ruiz de Navamel, «estaban escritas y pintadas (bordadas) en cuatro paños los bultos de los incas, con las medallas de sus mujeres y ayllos; en las cenefas, la historia de lo que sucedió en el tiempo de cada uno de los incas».

Estos paños, cuyo paradero se ignora, se remitieron por el virrey don Francisco de Toledo a los Reyes de España. El cronista Antonio de Herrera reprodujo estos retratos en la portada de su «Década V». El año 1571 dicho virrey hizo una información para saber los indios nobles, de la que resultó que quedaban muchos descendientes de los ayllos de los Incas, y algunos se casaron con linajudas familias españolas; así, doña Beatriz Clara Coya, que fue mujer de don Martín García Oñez de Loyola, y que fueron progenitores de los Marqueses de Oropesa, era hija del Inca Sairitupac Yupangui y de su hermana María Cosi Guacay y nieta del Inca Manco II. También el Ducado de Atrisco y el Condado de Moctezuma se concedieron a descendientes del Emperador de México Moctezuma.

Continuando con la evolución doctrinal e histórica de la Genealogía, la cual hemos ilustrado con la manera de aplicarla que tenían distintos pueblos, podemos decir que después del nacimiento de Cristo la Genealogía decae, pues los hombres se identifican ya más por su nombre y apellido -nomen gentilitium de los romanos-, cuya forma, aunque con las consiguientes modalidades idiomáticas, se aplicaba en casi todos los pueblos. Ya no hacía falta, como hemos visto al tratar de los hebreos, decir quién era el padre, el abuelo, el bisabuelo, etc. Aunque si observamos la ley que regía la formación de los apellidos patronímicos, hemos de reconocer que en ellos, en forma comprimida, se nos da una corta genealogía que se logra continuar por varias generaciones; así, Pero Rui era tanto como decir «Pedro hijo de Rodrigo», y si al padre de éste se le conocía por Rui Dia, en definitiva se venía a saber cómo aquél era «Pedro hijo de Rodrigo y nieto de Diego».

Pero este decaimiento genealógico aparente de que venimos hablando afectó principalmente al vulgo, a la masa, a la población plebeya, que quedaba mejor identificado añadiendo a su nombre el apodo o mote que le habían puesto sus vecinos, pero afectó muy poco o nada a la nobleza, para la cual, al final del siglo XII, tenía interés positivo el conservar las prerrogativas, honores y derechos que durante siglos había conseguido. Para poderlos gozar había de saberse con certeza que la nobleza les venía de sus antepasados; así podían entrar al servicio de la persona del rey, desempeñar cargos de honor, y en la milicia, los mandos más elevados; acudir, unidos a otros, formando el «brazo noble», a las Asambleas legislativas o Cortes, participando en cierto modo del ejercicio del Poder. Todo esto no sólo elevaba y daba más categoría social a su persona, sino que hacía más resplandeciente y noble su linaje, con lo que se beneficiarían sus descendientes.

Pero lo que no cabe duda es que el uso del nombre y apellido, generalizado por completo en la Edad Media, hizo a la genealogía más precisa, si bien aún faltaba claridad en los casos en que un hijo tomaba por su apellido el de la madre, o en el del fundador de un mayorazgo que para gozarle hubiera impuesto como carga el uso de su apellido y armas.

En tiempos más cercanos a nosotros, en los albores de la Edad Moderna, la Genealogía comienza a desarrollarse sobre bases más ciertas, ya que desde finales del siglo XV, y más extensamente en el XVI, se puede hacer constar con fechas exactas los actos principales de la vida de los descendientes de un linaje. Debemos a la Iglesia este avance; es en los libros sacramentales de bautismo, casamiento y defunción, que como obligatorios dispone llevar el Concilio de Trento, donde se toma razón de estos actos.

La Genealogía moderna aparece en el siglo XVI y siguiente; con el Renacimiento nace el humanismo, es decir, el interés de todo aquello que se refiere al ser humano, y entre esto está el mejor y más verdadero conocimiento de sus antepasados y de sus sucesores. Surgen entonces las genealogías de los reyes, que pueden seguirse hasta más lejos por existir más datos, y aparecen grandes genealogistas: en Alemania, Ritteshausen; en España, Salazar y Castro; en Francia, Menestrier; en Inglaterra, Dugdale; en Suiza, Harold, etc.

Refuerza tan notable adelanto la instauración en 1870 del Registro del Estado Civil, siempre desde su creación en continuo perfeccionamiento.

Sin embargo, a pesar de estos avances, la Genealogía, desde el siglo XVIII, venía perdiendo prestigio. Ya hemos indicado algunas causas que influyeron en su decadencia; pero decadencia es cosa muy distinta a descrédito, pues éste siempre es debido a falta de confianza, y para ser sinceros hemos de reconocer que los genealogistas, para adular y saciar el orgullo y vanidad de los hombres, no reparaban en dar por cierta la fábula, exagerar los hechos o falsearlos. Contra esta Genealogía y cuantos la cultivaban se hizo tan mal ambiente, que no puede extrañarnos que un diccionario tan conocido y prestigioso como el «Larousse» la definiera como ciencia «que inventaba las fábulas más absurdas», y que la frase «Mentir como un genealogista» fuera corriente en la conversación.

En la actualidad

Afortunadamente en la actualidad los adelantos de las ciencias y el sentido común y desinterés de cuantos aplican y se ocupan de la Genealogía han superado aquel desprestigio, operándose en esta ciencia un renacimiento que, contra lo que pueda creerse, no es volver a las formas o métodos clásicos, que ya no sirven para cumplir bien y honradamente su fin, sino «que la Genealogía vuelve a nacer».

La ciencia genealógica que nace apenas si le queda algo de la antigua, ni en sus procedimientos, ni en sus fines; aquéllos son más veraces, más científicos; éstos son más ambiciosos, más amplios. Hoy es la Genealogía como la soñaron Ritteshausen, Imbof y Spene en Alemania, Dugdale en Inglaterra y Salazar y Castro en España; pero no sólo éstos, que eran eminentemente genealogistas, han contribuido a su renacimiento: literatos como Emilio Zola e Ibsen nos hablan en sus obras de taras hereditarias, de degeneraciones producidas por el ambiente y tren de vida, del daño que los vicios y enfermedades de los antepasados pueden hacer a las generaciones que tienen que venir, y por ello los biólogos se interesan y se ensancha hasta un horizonte que se pierde el valor que la Genealogía tendrá para el futuro.

Ya no se limita nuestra ciencia a ser auxiliar de la Historia, porque hoy es ya el campo de experimentación y al mismo tiempo piedra fundamental de muchas ciencias, entre ellas de la Estadística, de la Biología, de la Genética, de la Medicina, de la Zoología, de la Botánica, del Derecho y hasta de ciertas partes de las ciencias exactas, y ya empieza a invadir terrenos de la Técnica.

Para cumplir la misión que le espera, la Genealogía tendrá que hacerse más completa y proporcionar datos que hoy no se le exigen y hasta se creía que no podían interesar.

Fijémonos, por ejemplo, en los que proporcionan las inscripciones de matrimonio de nuestro Registro del Estado Civil: nombres, profesión, domicilio y nacionalidad de los contrayentes; la fecha y lugar de su nacimiento; nombres de los padres; fecha, lugar y sacerdote oficiante del matrimonio canónico, y fecha de la inscripción en el Registro.

Con los datos anteriores no es posible sacar consecuencias de ninguna clase de un acto que se celebra generalmente en la edad más vigorosa de los contrayentes; se necesitaba añadir los datos referentes a la estatura, peso y círculo torácico, las características de la cabeza y cara: color del pelo y de los ojos, forma de nariz, boca y orejas; enfermedades, defectos corporales, con determinación si provienen de herencia o de accidente, y otros datos que personas capacitadas para ello habrían de determinar.

Sólo así la Genealogía será útil.

Bibliografía empleada

«APUNTES DE NOBILIARIA Y NOCIONES DE GENEALOGÍA Y HERÁLDICA«; primer curso de la Escuela de Genealogía, Heráldica y Nobiliaria, lecciones pronunciadas por Francisco de Cadenas y Allende, 2ª ed., Madrid, Hidalguía, 1984.
«CON NOMBRE Y APELLIDOS«; por José Luis Sampedro Escolar, Madrid, Ediciones Martínez Roca, S.A., 1999.
«TRATADO DE GENEALOGÍA, HERÁLDICA Y DERECHO NOBILIARIO«; Madrid, Instituto Salazar y Castro, 2001.
«TRES ESTUDIOS INTRODUCTORIOS AL ESTUDIO DEL PARENTESCO«; por Aurora González Echevarría y otros, Bellaterra, Univ. Autónoma de Barcelona, 2000.
«NUEVA ENCICLOPEDIA LAROUSSE«; Barcelona, Planeta, 1981-1992, 13 v

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