Nobleza

Las Órdenes Militares españolas

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Introducción

Las Órdenes Militares, son corporaciones nacidas para luchar contra los moros, cooperando a la Reconquista, y asegurar el orden, protegiendo a los peregrinos y desvalidos.

Las primeras «cruzadas» tuvieron por escenario las tierras de la España musulmana perdidas en el siglo VIII por los godos. «Cruzadas», es decir, expediciones guerreras al servicio de la Cruz que tenían como justificación reintegrar a la Cristiandad países y gentes por entonces sujetos al Islam, nueva y victoriosa fe. Una «cruzada» era, propiamente hablando, una «guerra santa», amparada por la Iglesia Católica. Las Cruzadas pusieron en contacto los dos extremos del Mediterráneo y fueron oficialmente proclamadas acción dilecta del Papado, por decisión de Urbano II, en el año 1095, durante un sínodo celebrado en Clermont- Ferrand. Su objetivo era recuperar la Tierra Santa. La primera expedición guerrera convocada por Urbano II ponía rumbo al Imperio Romano de Oriente, a tierras de Bizancio, para intentar la conquista de Jerusalén, lograda en 1099. Pero, un treintenio antes, en 1064, el papa Alejandro II había concedido la remisión de sus pecados a quienes acudieran a luchar contra el Islam en España. Cuando la fascinación del Oriente invadió también las tierras de España, el pontífice recordó de modo expreso a los guerreros hispanos que debían atender con prioridad la lucha en su propia patria contra los aguerridos almorávides. En 1118, un Concilio reunido en Toulouse confería a su campaña carácter oficial de «cruzada».

Instrumento original nacido de las Cruzadas fue el de las Órdenes Militares. En cierto sentido, no eran creación cristiana. Hubo también milites musulmanes que hacían vida monástica en sus características rábidas, entregados a fines parecidos. En la Cristiandad, la vida monástica y el difundido ideal de la Caballería, sujeto a normas morales y religiosas que llegaron a formar un singular código, produjeron una «milicia de Cristo», que alcanzó su más cumplida expresión en Órdenes religiosas combatientes como las del Santo Sepulcro, del Hospital de San Juan y del Temple, las tres con centro inicial en la Jerusalén reconquistada. Estas poderosas organizaciones, prácticamente autónomas, regidas por estatutos propios y con recursos ingentes, actuaron también en las Cruzadas hispanas.

La Ciudad Santa, Jerusalén, no era como se soñaba. No es de extrañar que algunos peregrinos y cruzados, cegados por la quimera de una ciudad ideal, preguntaran al llegar: ¿es ésta Jerusalén? Pero la veneración de los Santos Lugares, que Jesucristo había honrado con su vida y su pasión, atraía a gentes de lejanas procedencias, dispuestas a arrostrar toda clase de peligros en su largo peregrinaje hasta «Ultramar».

Un monje cluniacense, Radulfo Glaber, que escribía hacia el año 1033, da testimonio de la muchedumbre de individuos de todas las categorías sociales que partían a visitar el sepulcro del Salvador en Jerusalén, ciudad que para muchos constituía la meta de su vida terrestre; de tal suerte que, según el cronista, «la mayoría tenían el deseo de morir antes de retomar a su país».

Si bien el origen de las peregrinaciones era de índole religiosa, como medio de satisfacción de culpas o de cumplimiento de un voto, cobraba una nueva dimensión humana al no estar ausente en muchos casos el afán de aventuras y el señuelo de fabulosas riquezas en las tierras orientales. Por otra parte, el impacto de la expansión económica, que se registró en la Europa feudal a principios del siglo XI, había producido grandes desajustes económicos y sociales, por lo que muchos desarraigados y oprimidos se lanzaron a los caminos del peregrinaje, ávidos de superar la oscura realidad cotidiana.

Los fatimitas de Egipto, dominadores de Siria y Palestina, habían mostrado un amplio margen de tolerancia ante el fenómeno de las peregrinaciones cristianas, hasta que a mediados del siglo XI fueron desbordados por la irrupción de los turcos seljúcidas, que alteró el equilibrio político de la zona. En líneas generales la nueva situación no interrumpió la afluencia de peregrinos, aunque el viaje comportaba mayores riesgos; el viandante europeo que lograba salir indemne de los salteadores de caminos, al llegar a los núcleos urbanos era objeto de la rapacidad de los señores locales que le aplicaban fuertes tributos.

Los peregrinos al regresar a sus lugares de origen recargaban con abundantes tintas negras los relatos de sus penalidades. Pero el golpe decisivo que conmocionó a Europa, generando el clima adecuado para la predicación de la Cruzada, fue la noticia de que las hordas desenfrenadas de los turcos habían irrumpido en Jerusalén, la Ciudad Santa.

La utilización de las armas en defensa de la Iglesia constituía una idea firmemente arraigada en la Cristiandad, con base en la doctrina agustiniana. La guerra en sí, como signo de violencia, era a todas luces irreconciliable con la doctrina de la Iglesia y con los movimientos a favor de la paz que sus jerarcas preconizaban. Se había logrado imponer en el belicoso mundo feudal instituciones tales como la «paz de Dios» y la «tregua de Dios», se había procurado encauzar el ideal de la Caballería hacia la defensa de los débiles; sin embargo, ahora se ponía un nuevo acento al calificar de «guerra santa» a la lucha contra el musulmán.

A partir de Alejandro II se alentó a los príncipes cristianos a participar en la reconquista española. En la segunda mitad del siglo XI caballeros ultrapirenaicos hicieron acto de presencia en tierras castellanas y aragonesas, escenario propicio donde Europa pudo iniciar su entrenamiento para la gran Cruzada oriental.

Una nueva circunstancia vino a sumarse a las anteriormente enunciadas. A fines de aquella centuria, ante la doble amenaza de turcos y pechenegos, los bizantinos olvidando sus diferencias con la Roma papal solicitaron el auxilio de los cristianos occidentales. En noviembre de 1095, en el concilio de Clermont, Urbano II ante una gran audiencia se dirigió «a la raza de los francos» y con encendidas palabras expuso los peligros que amenazaban a los cristianos orientales ante el avance de los turcos; poniendo especial énfasis al referirse a las vejaciones que sufrían los peregrinos que acudían a visitar el sepulcro del Señor.

Una serie de factores se conjugaban pues, propiciando la unión de la Cristiandad ante un ideario común. Las recompensas espirituales prometidas a los que «tomaran la cruz» y participaran en la reconquista de Jerusalén contribuyeron a enardecer los ánimos ya asegurar el éxito de la predicación de la Cruzada; pero no era menor el estímulo de poder señorear en aquellas tierras de las que se decía «fluía leche y miel como en un paraíso de delicias».

La primera Cruzada oficial contra los «infieles» de Oriente cristalizó en 1096. El nuevo concepto de peregrinaje en armas despertó el entusiasmo popular, alentando los ideales religiosos pero también las ambiciones políticas de príncipes y señores que respondieron prontamente al llamamiento del pontífice. Bajo el signo de la cruz y la consigna de «Dios lo quiere», los ejércitos de los cruzados constituían un reflejo de la mentalidad colectiva de la Cristiandad medieval. Por otra parte, el dinamismo y el crecimiento demográfico europeo encontraban en aquella empresa parte de su cauce.
En 1099, tras la caída de Antioquía, los ejércitos cristianos ocuparon la Ciudad Santa, fundándose ese mismo año el denominado Reino Latino de Jerusalén, que fue otorgado a Godofredo de Lorena (o de Bouillón) en calidad de «abogado del Santo Sepulcro» y posteriormente a su hermano Balduino, primer rey de derecho del nuevo estado.

La expansión de la Cristiandad llevaba implícita la idea de que las tierras arrebatadas al «infiel», quedarían sometidas a la soberanía papal, no obstante el nuevo reino quedó organizado tomando como base el modelo del feudalismo francés. El territorio fue guarnecido con castillos y fortalezas a lo largo de la costa mediterránea, cuya defensa corría a cargo de un ejército integrado por caballeros, engrosado por mercenarios y por una caballería ligera de turcos; a estos, contingentes, más bien escasos, se sumarían las Órdenes Militares.

Durante dos siglos las tierras de Ultramar acogieron el incesante aflujo de peregrinos y cruzados. Pero además del peregrinaje de la cruz, del llamado «pasaje» a Jerusalén, mercaderes de diversos confines se dieron cita en los principales puertos y ciudades. Aunque las Cruzadas fracasaron en sus objetivos esenciales, intensificaron notablemente los contactos comerciales entre Oriente y Occidente, sirviendo de nexo entre ambos mundos por la interrelación de ideas, técnicas y artes, de fecundas consecuencias para Europa.

La afirmación de que Tierra Santa no fue sólo el escenario de la confrontación entre la Cristiandad y el Islam es compartida por todos los historiadores, que valoran positivamente la ampliación del horizonte geográfico de los europeos, en particular por los fructíferos intercambios culturales. Por el contrario, no hay criterios unánimes respecto a la figura del cruzado, que ha sido objeto de las más variadas y opuestas interpretaciones. Junto a los móviles espirituales, primando el deseo de lograr la remisión de culpas, existió sin duda un fuerte trasfondo de codicia. Las Cruzadas ofrecen en muchos aspectos un balance negativo; fueron en ocasiones simple expresión de la ambición de reyes y grandes señores que trasladaron a Oriente sus antagonismos y la agresividad feudal y por encima de los diversos intereses se significaron como instrumento de la teocracia pontificia, deseosa de mantener en los más amplios horizontes su papel de árbitro de la Cristiandad.

En este contexto debemos enmarcar el nacimiento y arraigo en Tierra Santa de las Órdenes Militares, milicias en las que se amalgamaron el espíritu ascético de las Órdenes monásticas, el ideal caballeresco y el belicoso ímpetu feudal. Su estrecha vinculación al papado y su universalidad les confirieron unos caracteres específicos.

Mientras las nuevas milicias consolidaban su prestigio en Palestina al compás de sus éxitos en los campos de batalla, sentaban las bases de sus primeros establecimientos en Occidente. Sólidamente respaldadas por el pontificado, contaron además con la aprobación de los príncipes, que dispensaron favorable acogida al espíritu que encarnaban. A nivel popular el éxito no fue menor; en pocos años individuos de todas las categorías sociales prodigaron sus donativos a las Órdenes Militares.

Para el Temple, la bula de Inocencio II, Omne Datum Optimum, otorgada en 1139, aseguraba la autonomía respecto al poder episcopal, con todo lo que comportaba en relación a la colecta de limosnas y recepción de diezmos y donativos procedentes de los fieles. En el mismo sentido los pontífices otorgaron iguales privilegios e importantes exenciones al Hospital, y en sucesivas cartas a las autoridades, tanto eclesiásticas como civiles, de los reinos cristianos exhortaban a secundar la voluntad de los benefactores de las Órdenes. El papado recalcó siempre en sus bulas y misivas que el atesoramiento de riquezas por parte del Temple y del Hospital estaba plenamente justificado, puesto que constituía el vehículo de la contribución pecuniaria de la Cristiandad a las Cruzadas. A ese mismo fin obedecía la fundación de sus centros conventuales, cantera de reclutamiento de nuevos miembros, y el rápido incremento de sus dominios señoriales basados en la explotación de los recursos de la tierra.

En los reinos de la Península Ibérica su misión se singularizó respecto al resto de los países de Occidente. Los pontífices confirieron a la empresa de la Reconquista la categoría de Cruzada, por lo que los monjes soldados con su actuación en los campos de batalla pudieron encontrar plena adecuación al espíritu fundacional de las Órdenes, trasladando al nuevo escenario las consignas recibidas en tierras de Oriente.

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Los Cruzados españoles

Fueron las necesidades y defensa de los Santos Lugares del Cristianismo los que dieron origen a la creación de las Órdenes de Caballería, u Órdenes Militares. Dejando aparte todo lo concerniente a Oriente y ciñéndonos exclusivamente a España, la creación de estas Órdenes no difiere gran cosa de aquellas que se originaron en torno a Jerusalén y los Santos Lugares. Si cruzados fueron aquellos caballeros, cruzados lo fueron también cuantos compusieron las Órdenes Militares españolas dado que en España también el cristianismo luchaba contra la religión mahometana personificada por los árabes invasores de la Península. En las Cruzadas que se desarrollaron en Tierra Santa no participaron los caballeros españoles. ¿ Y para qué iban a hacerlo? Tenían al común enemigo de su fe instalado en el propio territorio nacional.

Las Órdenes Militares españolas más importantes son las de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa. Pero la existencia de estas no excluía a cuantos españoles quisieran combatir en Palestina bajo la Cruz de Cristo, inscribiéndose en las otras Órdenes, tales como la de los Templarios, Hospitalarios o del Santo Sepulcro.

Eran organizaciones mitad religiosas, mitad guerreras formadas por monjes que seguían las Reglas de algunas de las grandes Órdenes existentes. Absolutamente todas, precisaban para constituirse la autorización pontificia como Órdenes Religiosas que eran pero, además, la de los Reyes. Pero al depender directamente de la Santa Sede quedaban, por lo tanto, exentas en lo religioso de la jurisdicción el clero secular. Existía el voto obligatorio, que casi siempre consistía en la castidad, pobreza y obediencia, pero también debían pronunciar el hallarse en todo momento dispuestos al combate contra los enemigos de la religión cristiana.

En casi todas, se introdujeron dos clases de miembros: los monjes que hacían la vida conventual, entregados solamente a rezos y plegarias y los caballeros que, sin perjuicio de encontrarse también sujetos a ayunos, oraciones, penitencias y otros deberes religiosos, disponían de mayor libertad al ser considerados como guerreros y encontrarse casi continuamente en campaña contra el enemigo de la fe cristiana. Absolutamente todos los caballeros llevaban la cruz o insignia de la orden a la que pertenecían sobrepuesta o bordada en la capa o manto.

Quedaba una última clase, la que se denominaba de los «donados» o «sirvientes de armas». Y además de esta clase, que podría equipararse a la de los escuderos, las órdenes contaban con la ayuda de numerosas personas de la población civil que, por su adhesión a estas corporaciones recibían el nombre de «familiares».

Absolutamente todas estaban regidas por un Consejo, con cargos administrativos, pero todos sujetos a la autoridad de un Gran Maestre. Y fueron no pocas las ocasiones en que el Gran Maestre de una orden de este tipo llegó a tener tanta, o más autoridad que el rey y tampoco faltaron las ocasiones en que se enfrentaron a sus Monarcas. El poder de las Órdenes Militares llegó a ser enorme, teniendo bajo su mando y jurisdicción numerosas tierras, villas, castillos y fortalezas. Como sus servicios como un ejercito en campaña eran inestimables, los reyes no sólo no se atrevían a enfrentarse a sus Maestres, sino que los cubrían de riquezas.

Detallar las empresas guerreras de las Órdenes Militares sería trabajo largo y prolijo, repitiendo buena parte de la historia de España. Pero puede decirse que sus caballeros tomaron parte en todas las guerras contra los moros durante los siglos XIII, XIV y XV, y que sus Maestres iban al frente de sus huestes, muriendo muchas veces en las batallas. Por citar un sólo ejemplo, los Grandes Maestres de la Orden de Santiago, Sancho Fernández, murió en la batalla de Alarcos, el también Maestre Pedro Arias, en la de las Navas de Tolosa, y otro Maestre, Pedro González de Aragón, en el Sitio de Alcaraz.

En lo que se refiere a la riqueza que llegaron a poseer las Órdenes Militares, basta citar a la de Calatrava, cuyas posesiones pasaban de 350, entre villas y lugares donde vivían más de 200.000 personas. Sus iglesias eran 90 y sus encomiendas llegaban a 130 que producían anualmente más de cuatro millones de reales. En lo que se refiere a la de Alcántara, poseía 35 encomiendas, con 53 villas y aldeas, dos conventos de comendadores y un colegio en Salamanca que fundó Felipe II.

El declinar de las Órdenes Militares españolas se inició con el reinado de los Reyes Católicos. Conseguida la expulsión de los moros de España, hecha la unificación nacional y sin enemigo, las Órdenes Militares dejaban de tener la principal causa de su existencia.

La misión de las Órdenes Militares estaba cumplida: los enemigos de la religión cristiana habían sido vencidos en España, sus guerreros ya no tenían adversario al que combatir.

Disponer de un poder total y absorbente, sin permitir que existiera un Estado dentro de otro Estado. Ese es el motivo por el cual, desde un comienzo y no siéndole ya de utilidad, Fernando e Isabel pusieran todo su empeño en ir minimizando el papel de los señores feudales para terminar anulándolo por completo. Terminada la Reconquista con la toma de Granada, la altivez antigua de la nobleza debió someterse al poder real.

Los tiempos en que los nobles aragoneses se atrevían a enfrentarse a su rey y decirle en pleno rostro «Cada uno de nosotros vale tanto como vos y todos juntos más que vos», habían pasado para siempre. Ni Fernando ni Isabel eran monarcas capaces de doblegarse ante el poder del feudalismo.

Los Grandes Maestres de las Órdenes Militares, esencialmente en Castilla, disponían de un poder enorme y un influjo social importantísimo lo que les permitía alternar con los reyes en un plano de igualdad. Malamente los Reyes Católicos podían tolerar que esta situación siguiera vigente igual al pasado. Así, con habilidad política, incorporaron los Maestrazgos de la mayor parte de las Órdenes Militares a la Corona.

Los cuantiosos bienes de las Órdenes españolas pasaron al poder de la autoridad real y tierras, villas y castillos tuvieron por sus únicos señores a los reyes. A las Órdenes Militares ya no les quedó otra cosa que la denominación de instituciones honoríficas. Por si esto no bastaba, se creo el llamado Consejo de las Órdenes Militares, organismo que en realidad, tan sólo era el conducto por el que a dichas Órdenes les llegaba la voluntad real.

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El Consejo de las Órdenes Militares y el proceso de desamortización

Incorporados los maestrazgos a la Corona, se creó el Consejo de las Órdenes para que conociese de los asuntos en última instancia, Consejo que fue, andando el tiempo, convertido en tribunal. Los bienes de las órdenes se concedían, en ocasiones en encomienda. Dichos bienes fueron comprendidos en la desamortización, incautándose de ellos el Estado, especialmente por la Ley del 1 de mayo de 1855 y por la de 11 de julio de 1856, disponiendo ésta última, que en lugar de ellos se emitieran inscripciones intransferibles del 3 por 100.

En cuanto a la extensión de la jurisdicción, el Decreto-Ley de 2 de noviembre de 1868, suprimió el Tribunal de las Órdenes, refundiéndolo en la Sala Segunda del Tribunal Supremo, a la que pasó el conocimiento de los asuntos en que aquel entendía, y por el Decreto-Ley de unificación de fueros de 6 de diciembre de 1868 se limitó este conocimiento, quedando los individuos de las Órdenes sometidos a los tribunales seculares ordinarios, y reduciéndose la competencia de todos los tribunales eclesiásticos, y, por lo tanto, la del de las Órdenes en su nueva forma a las causas sacramentales (incluso matrimoniales) y beneficiales y delitos eclesiásticos, de todo lo cual no podía, en realidad, conocer la Sala Segunda del Tribunal Supremo (que no era verdaderamente un tribunal eclesiástico, sino civil), con lo que se creó una situación deplorable. Pero todavía se fue más lejos, llegándose al colmo de la intromisión con desprecio de la justicia y de la historia, con el Decreto del 9 de marzo de 1873, en el cual, fundándose la República en que «… los arqueológicos institutos que se llamaban órdenes militares no tenían razón de ser en las instituciones vigentes…» se suprimieron, de acuerdo con el poder ejecutivo, se disolvieron y extinguieron todas las Órdenes Militares existentes en España (Santiago, Calatrava, Alcántara, Montesa y San Juan), así como las Reales Maestranzas de Ronda, Sevilla, Granada, Valencia y Zaragoza.

Este enorme error no duró mucho tiempo, y el Decreto del 14 de abril de 1874, fundándose en los señalados servicios de las Órdenes Militares y especialmente «… en la obra santa y civilizadora de redimir la conciencia cristiana y la tierra bendita de la patria que cumplieron en su doble fin, como institutos monásticos y como cuerpos político-militares…» suprimió el Decreto de 1873 y restableció el tribunal.

Finalmente, en cuanto a la exención en el orden religioso (que había quedado en pie, por no depender del Estado), el hecho de que los territorios pertenecientes en lo antiguo a las Órdenes Militares y a los que continuaba extendiéndose la exención, estuviesen diseminados por toda España, ofrecía graves inconvenientes; por lo que el Concordato de 1851, Si bien dejó subsistente, por su artículo 11, la de las cuatro Órdenes de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa (cesando la de San Juan de Jerusalén), unificó en el artículo 9.0 dichos territorios mandando que en la nueva demarcación eclesiástica (que debía hacerse según lo dispuesto en el mismo Concordato) se designase un determinado número de pueblos que formasen coto redondo para que se ejerciese en él esta jurisdicción eclesiástica exenta, incorporándose los otros pueblos no incluidos en el mismo a sus diócesis respectivas.

El nuevo territorio formaría lo que se llamaría Priorato de las Órdenes Militares, teniendo el Prior carácter episcopal con título de Iglesia in partibus (hoy obispo titular), si bien por Bula del 5 de septiembre y Real Decreto del 17 de octubre del mismo año de 1851 se dispuso que continuase la exención como hasta entonces, ínterin se determinasen los nuevos límites y demarcación. Las vicisitudes políticas no permitieron llevar ésta a cabo; y cuando el Decreto de la República de 1873 suprimió las órdenes religiosas, y vista la actitud del Gobierno, Pío IX, que no tenía ya motivo para mantener el privilegio, al mismo tiempo que por Bula de 14 de julio de 1873 decretó y ejecutó la supresión de todas las jurisdicciones privilegiadas (incluso la de San Juan de Jerusalén) no exceptuadas por el artículo II del Concordato, extendió la supresión por la Bula «Quo gravius», de igual fecha, a la jurisdicción eclesiástica de los territorios pertenecientes a las cuatro Órdenes, incorporándolos a las diócesis en que estuviesen incluidos o a las más próximas cuando confinasen con dos o más. Es de advertir, que con esto el Papa se limitaba a cumplir lo convenido en el artículo 9.0 del Concordato, en cuanto estaba de su parte, no suprimiendo las órdenes religiosas, sino la exención de sus territorios y no dependiendo de él que el Gobierno no cumpliese por su parte lo convenido en cuanto a la formación del coto redondo, aunque claro está, que, mientras esto no se formase, quedaba suprimida totalmente la exención.

Restablecidas las Órdenes Militares por el Gobierno con el Decreto de 1874, se restableció por la misma disposición unilateral la exención, al restablecer el Tribunal especial, restablecimiento sin valor alguno mientras no se cumpliese lo convenido acerca de aquella formación, tanto más cuanto que estando suprimida la exención por la autoridad pontificia, no era quién el Gobierno para restablecerla por sí solo. En su consecuencia, una vez restablecida la Monarquía, impetró la Corona del Papa el restablecimiento mediante la formación del coto redondo, como estaba convenido, accediendo a ello el Pontífice por la Bula «Ad Apostolicam» de 18 de noviembre de 1875, cuya ejecución se encomendó al Arzobispo de Toledo, que la llevó a cabo el 4 de junio de 1876. Esta ultima Bula, con algunas disposiciones tomadas posteriormente por el Gobierno de Don Alfonso XIII, y con otras complementarias relativas a la vigencia de las Órdenes en nuestros días, constituyen la disciplina vigente en la materia.

Con arreglo a dicha Bula se erige el Priorato, declarándose su exención, el territorio que comprende y la organización y atribuciones jurisdiccionales del mismo, estableciéndose un Tribunal de segunda instancia y un Consejo. En cuanto al Priorato, comprende toda la provincia de Ciudad Real, con todos sus pueblos, iglesias, clero y fieles, el cual, perpetuamente y para todos los efectos del Derecho, queda exento de la jurisdicción ordinaria, como territorio vere et proprie nullius diócesis, e inmediatamente sujeto a la Santa Sede. El régimen y la jurisdicción espiritual y eclesiástica se ejercen por un prior, con dignidad episcopal (está unido al cargo el obispado titular de Dora), por lo que lleva el nombre de Obispo-Prior. Durante la Monarquía de Don Alfonso XIII éste, en su calidad de Gran Maestre de las Órdenes, designaba a quién debía ocuparlo, presentándolo al Papa, a fin de que fuera promovido al obispado de Dora por la autoridad apostólica. En la actualidad la Corona ha declinado esta como otras prerrogativas similares, que llegó incluso a detentar el General D. Francisco Franco Bahamonde, mientras ocupó la jefatura del Estado, y en consecuencia, el nombramiento del Obispo-Prior es competencia exclusiva de la Santa Sede, sin intervención del Consejo de las Órdenes. La potestad y las obligaciones del Obispo- Prior en el Priorato son exactamente las mismas que tienen los obispos ordinarios en sus diócesis, y como estos, nombra un Vicario General, para el conocimiento y resolución, en primera instancia, de las causas pertenecientes al fuero eclesiástico, con una Curia prioral, al igual que las curias diocesanas. Durante la vacante de la sede prioral, gobierna ésta el Vicario General (excepto en lo que se refiere estrictamente al orden episcopal).

El Obispo-Prior tiene su sede en la Iglesia prioral, que es la de Santa María, Madre de Dios, en Ciudad Real, con un Seminario Conciliar y un Cabildo propio compuesto del deán, 4 dignidades (arcipreste, arcediano, chantre y maestrescuela), 4 canónigos de oficio (magistral, doctoral, lectoral y penitenciario), 8 canónigos de gracia y 12 beneficiados o capellanes asistentes. Este Cabildo y sus capitulares tienen las mismas obligaciones y prerrogativas que en las demás catedrales sufragáneas. Por R. D. de 1904 se aprob Sixto V, según oportunamente diremos, concedió al Rey Felipe II el maestrazgo de esta Orden.

EL Papa Adriano VI convirtió en perpetua, en 1523, la administración por la Corona de las Órdenes Militares, con el título de Maestres parra los Reyes y de Administradores para las Reinas que la fuesen por derecho propio. Algunos autores sostienen que los Reyes Católicos crearon en el citado año de 1489 un Consejo para cada una de las Órdenes, siendo Carlos I hacia 1626 quién los refundiría en uno solo, con un Presidente y seis Consejeros, que en ocasiones llegaron a ser ocho.

Por Real Cédula de 11 de mayo de 1664, se determinaron los pleitos, causas y negocios en que había de entender el Consejo. San Pío V confirmó su creación estableciendo en la correspondiente Bula, que la administración de las Órdenes debía ser conjunta de la Santa Sede y la Corona, añadiendo que en el indicado Consejo habría personas eclesiásticas, disposición de la que en tiempos modernos llegó a prescindirse. En tiempo de Felipe II, y para resolver las desavenencias surgidas entre el Consejo y casi todos los obispos del Mediodía y Centro de España, se confirió a dicho monarca por Bula de 20 de octubre de 1684 de Gregorio XIII autorización para terminarlas, nombrando el Rey una Junta compuesta de un Consejero de Castilla, otro de Indias y otro de las Órdenes, Junta que recibió el nombre de Apostólica, integrándola con Felipe V cinco Consejeros de las Órdenes, quienes llegaron a dar tales muestras de parcialidad en favor de éstas, que el arzobispo de Toledo hubo de recurrir al papa.

El Breve de Clemente VIII de 31 de enero de 1600, otro de Paulo V de 5 de noviembre de 1608 y la Real Cédula de 19 de enero de 1609 decretaron que correspondía privativamente al Consejo conocer en primera instancia de las causas criminales y mixtas contra los caballeros de las Órdenes, determinando el procedimiento que debía seguirse en 2ª y 3ª instancias. En 1648 se dispuso que el Consejo constase de un Presidente, siete Oidores y un Fiscal, creándose además la secretaría con un Secretario y cinco Oficiales. En 1696 se creó el Juzgado de las Iglesias de las tres Órdenes Militares a cargo de un Juez protector encargado de la reparación, conservación, fábrica y ornato de dichas iglesias, que estaban abandonadas por la Corona.

La llamada Concordia de Osorno de 5 de diciembre de 1706 exigió que los caballeros fuesen juzgados por ministros del Consejo que fuesen caballeros profesos. Por esta época se limitaron algún tanto las atribuciones del Consejo, determinándose que el rey pudiese nombrar cuatro caballeros profesos de las tres Órdenes para conocer de las causas criminales contra caballeros de éstas, y dos más para el grado de suplicación; que la jurisdicción del Consejo no se extendía a las causas civiles, ni a las criminales en las que los caballeros delinquían, no como tales caballeros, sino como otro ciudadano cualquiera, y que el rey abocase así las causas criminales que no se declaraban en dicha Concordia, o aquellas en que no entendía el Consejo o sólo entendía a prevención.

El 21 de julio de 1718 confirmó Felipe V el Juzgado de las iglesias, determinándose sus atribuciones y el modo de sustanciar los negocios, disponiéndose en 1747, tiempos de Fernando VI, que los fiscales del Consejo asistiesen a la Junta Apostólica. En 1793, con Carlos IV, se resolvieron las contiendas entre el Consejo y las Chancillerías y Audiencias, sobre competencia para entender en los pleitos y causas que se ocasionasen por el nombramiento de Justicia en el territorio de las Órdenes. Las Cortes de Cádiz, en 1812, dispusieron que en lugar del Consejo, que suprimieron, se crease un tribunal especial.

Por el Real Decreto de 24 de marzo de 1834, reinando Doña Isabel II y siendo Reina Gobernadora su madre, Doña María Cristina, se mandó al Secretario del Despacho de Gracia y Justicia (equivalente al Ministro de Justicia de nuestros días), proponer la nueva planta y organización del Consejo, restableciendo éste, lo que se efectuó por un nuevo Decreto de 30 de julio de 1836, constituyendo el Tribunal con un Decano, cuatro ministros, un fiscal, un procurador general y algunos auxiliares, suprimiéndose el Juzgado de las Iglesias, cuyas atribuciones pasaron al Tribunal, limitando las propias de este a los asuntos religiosos de las cuatro Órdenes, dándose apelación a la Rota.

El concordato con la Santa Sede de 1851 conservó la jurisdicción eclesiástica de las Órdenes Militares, disponiendo que se ejerciesen un coto redondo que formase un priorato. La Revolución de septiembre de 1868 suprimió el Tribunal, incorporándolo a la Sala Segunda del Tribunal Supremo, a la cual pasaron dos caballeros. La República abolió en 9 de marzo de 1873 las Órdenes Militares, por lo que el Papa por la Bula Quo gravius de 14 de julio del mismo año suprimió, no las Órdenes, sino la jurisdicción eclesiástica de ellas, que dispuso pasase a los ordinarios más cercanos, entre tanto él mismo no arreglase el asunto. El Poder Ejecutivo restableció el Tribunal de las Órdenes en mayo de 1874, pretendiendo con ello, según dice el preámbulo del correspondiente decreto, fundar una Iglesia nacional, es decir, cismática; pero como el Papa había ya suprimido su jurisdicción eclesiástica, al ser restaurada la Corona solicitó ésta el restablecimiento de aquélla, expidiéndose la Bula Ad Apostólicam, que restablecía efectivamente dicha jurisdicción, y de conformidad con el nuevo Concordato se erigía el Priorato de las cuatro Órdenes Militares, según ya hemos referido, instituyéndose por Real Decreto de 1 de agosto de 1876 un nuevo Tribunal para el ejercicio de la jurisdicción maestral judicial o gubernativa, instituyéndose también un nuevo Consejo formado por el Decano y los ministros del Tribunal, tres consejeros y un secretario, determinándose las atribuciones de ambos cuerpos.

Dos nuevos Reales Decretos de 16 de febrero de 1907 y de 6 de julio de 1910 reorganizaron el Consejo de las Órdenes, de manera que sin alterar su régimen anterior, se le daba mayor independencia y realce, pues la institución había sufrido gran desdoro con los avatares de las etapas revolucionarias precedentes.

Con arreglo a estas disposiciones, que se consideran vigentes desde que las Órdenes cobrasen su renacimiento oficial en nuestros días, el Consejo se compone de un Presidente, seis consejeros, de los cuales uno hace de secretario y otro de canciller, y un fiscal para cada una de las Órdenes. Este Consejo conoce hoy en día de los asuntos gubernativos internos de estas corporaciones, pretensiones de ingreso en ellas, expedientes personales y genealógico-nobiliarios de los aspirantes; propone en terna para las vacantes de las dignidades; evacua las consultas que el Gran Maestre, o sea S. M. el Rey, pueda remitirle; ejerce el patronato de los cenobios a ellas adscritos y la dirección y administración de los establecimientos de carácter benéfico que las Órdenes sufragan, sus bienes muebles e inmuebles.

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Principales Órdenes en España

En este apartado se incluyen un listado resumen de las principales Órdenes fundadas en España, por monarcas españoles y aquellas que aunque fundadas en el extranjero tuvieron posesiones en España.

– Alcántara: Esta Orden fue al principio la de San Juan del Pereiro. Fue fundada por Don Suero Fernández y Don Gómez Fernández Barrientos, año de 1156.
– Armiño: Fundada por el rey don Alfonso V, rey de Aragón.
– Azucena: Fundada en 1413 por el rey don Fernando I de Aragón.
– Banda: Fundada por el rey don Alfonso XI de Castilla en 1330.
– Calatrava: Fue instituida por el rey don Sancho III de Castilla en 1158.
– Carlos III: Instituida por el rey don Carlos III de España en 19 de septiembre de 1771.
– Constancia Civil: Fue instituida por la reina doña Isabel II de España en 1855.
– Concepción: Orden militar confirmada el año de 1623.
– Diamante: Sin fecha.
– Encina: Instituida por el rey don García Jiménez de Navarra.
– Escama: Fundada por el rey don Juan II de Castilla en 1420.
– Hacha: Instituida por Ramón Berenguer, último conde de Barcelona.
– Isabel la Católica: Creada por el rey don Fernando VII de España, en 24 de marzo de 1815.
– Lirios: Fue fundada en 1023 por el rey don Sancho IV de Navarra.
– María Luisa: Fue fundada por el rey don Carlos IV de España en 19 de marzo de 1792.
– Montesa: Instituida por el rey don Jaime II de Aragón en 1317.
– Nuestra Señora de la Flor de Lis: Instituida por el rey don García IV de Navarra en 1018.
– Paloma: Fundada por el rey don Juan I de Castilla en 1379.
– Razón: Fundada por el rey don Juan I de Castilla en 1385.
– San Fernando: Fue creada en 31 de agosto de 1811 por las Cortes generales y extraordinarias durante el reinado de don Fernando VII.
– San Hermenegildo: Fue fundada por el rey don Fernando VII en 28 de noviembre de 1814.
– San Jorge de Alfama: Fue fundada por el rey don Pedro II de Aragón en 1201.
– San Juan de Jerusalén (Malta): Fue fundada en el siglo XI. Hacia el año 1084 los mercaderes de Arnalfi, en el Reino de Nápoles, establecieron en Jerusalén un monasterio de benedictinos, con un hospital dedicado a San Juan Bautista, destinado a recoger a los peregrinos.
– San Salvador de Montesa o de Monreal: Fue fundada por el rey don Alfonso I de Aragón en 1118.
– Santa María: Fue fundada por el rey don Alfonso X de Castilla, llamado «el Sabio».
– Santa María en España: Fue fundada en Castilla. Se ignoran más datos.
– Santa María de las Mercedes: Fue establecida por el rey don Jaime I de Aragón en 1232.
– Santiago: Fue fundada en el año 1151 en el Reino de León. Sobre el modo cómo se fundó y los que la constituyeron en calidad de primeros miembros, no se posee absoluta certeza. Según la explicación más verosímil, fueron 12 caballeros de León, en el reinado de Fernando II.
– Santo Sepulcro: Fue fundada en Palestina poco después del 15 de julio de 1099, en que se conquistó Jerusalén. Fue aprobada en 1120 por el Papa Calixto II.
– Temple: fue fundada en Jerusalén en 1118 por Hugo de Pays.

La administración del Señorío de las Órdenes Militares

Por la especial condición de sus titulares, los señoríos de las Órdenes militares gozaban de la doble cualidad de señoríos eclesiásticos y laicos, pues mantenían la autoridad religiosa, compartida o en solitario, sobre sus vasallos, constituyéndose los priores de los respectivos conventos cabezas de las Órdenes en autoridades de poderes cuasiepiscopales sobre el territorio de su jurisdicción. Tras la incorporación a la Corona, este poder eclesiástico pasó a ser ejercido desde el Consejo de Órdenes, que por ello poseía jurisdicción en temas religiosos. Por su condición eclesiástica, las Órdenes podían recaudar el diezmo a sus vasallos, motivo éste de constantes disputas con los obispados de la región. Diversos acuerdos llegaron a soluciones de compromiso que repartían entre las mesas maestrales y las mitras episcopales el sustancial pastel de la contribución decimal procedentes de tierras de amplias cosechas. No obstante, los conflictos por las tazmías y otros ingresos eclesiásticos, así como por temas relativos al gobierno espiritual, visitas, nombramiento de párrocos, patronatos, etc., dieron lugar a pleitos que se sucedieron constantemente, durando alguno hasta casi el momento de la desaparición del dominio territorial de las Órdenes militares. Fruto de estas desavenencias fueron los acuerdos que regulaban un complicado reparto de los diezmos y de las competencias de la jurisdicción eclesiástica, así como la dependencia de parroquias, ermitas y capillas. Eran frecuentes los casos de pueblos de Órdenes con parroquias dependientes de obispados, mientras que las ermitas recibían la inspección de los visitadores de la Orden. Tales particularidades tenían su origen en cómo se hizo la repoblación, y en la circunstancia de que los pueblos de Órdenes hubieran estado poblados antes de llegar a ellos los caballeros-freiles, y que estuvieran ya creadas sus parroquias bajo la autoridad de un obispo.

El gobierno y explotación del señorío se organizó desde muy temprano en dos partes, la denominada mesa maestral y la correspondiente a encomiendas, prioratos y demás beneficios situados en el solar de las Órdenes. Las rentas pertenecientes a las mesas maestrales eran administradas y percibidas por los maestres, y se situaban en todo el territorio del señorío, siendo los diezmos y el terrazgo cobrado por el arrendamiento de finca, y propiedades el origen de la mayor parte de las rentas percibidas. Multitud de impuestos de todo tipo, derivados tanto del reconocimiento del señorío, como de la justicia y su ejercicio, etc., eran recaudados para las arcas magistrales. Los maestres, en contrapartida a la posesión de los ingresos más voluminosos tenían a su cargo obligaciones pecuniarias, la primera el mantenimiento de los edificios, instalaciones y castillos de la orden, así como los aprovisionamientos de armas y víveres para las fortalezas y tropas. Pagaban también las congruas de la mayor parte de los párrocos dependientes de la Orden y los gastos de las iglesias, los salarios de los visitadores, de gobernadores y ministros del Consejo, la manutención de los caballeros y multitud de gastos fijos y eventuales, como por ejemplo los derivados de la celebración de los capítulos generales, definitorios y particulares.

De los restantes ingresos percibidos por las órdenes militares, los de mayor peso eran atribuidos a los titulares de las encomiendas. Los comendadores fueron en principio los encargados de mantener un castillo o posición avanzada frente a los ataques de los musulmanes, y para tal efecto necesitaban de unas rentas que eran la base de la manutención del propio comendador y de la guarnición a su cargo. El comendador se erigía también en la autoridad feudal representante de la Orden ante los concejos integrados en su distrito o encomienda, con atribuciones de justicia y de gobierno, en virtud de las cuales percibía los tributos correspondientes, además de los derivados de las heredades, dehesas, montes o instalaciones (molinos, batanes, hornos) que fuesen propios de la encomienda.

El comendador recibía la encomienda en usufructo vitalicio, quedando obligado a inventariar los bienes recibidos, a conservar en perfecto estado las fincas, los edificios, y las instalaciones, que volverían a entregarse al producirse su vacante a otro nuevo comendador. Los comendadores eran elegidos entre los caballeros profesos, de cada orden, según disponían las reglas o estatutos, pero durante la Edad Moderna ya no fue necesario ser caballero para poder disfrutar de una encomienda, ni tan siquiera estar cualificado para poder serlo (por ejemplo, siendo niño o mujer). Se otorgaron encomiendas, aparte de a mujeres y a menores, a caballeros que no tenían hecha la profesión, a profesos en otras Órdenes Militares, así como supervivencias durante ciertos años de las rentas de una encomienda en favor de los herederos de un comendador fallecido, y ya en el siglo XVIII se asignaron determinadas encomiendas para los infantes de la Casa Real española. Entre la, cargas o impuestos sobre encomienda, podemos señalar las de carácter eclesiástico en general (subsidio, excusado), las específicas de Órdenes Militares y las de encomienda, en particular: las lanzas y medias lanzas (pagos en metálico compensatorio, de la asistencia personal y de los soldados con los que debería de contribuir cada encomienda), tercias, medias anatas, armaduras, florines del lienzo, así como una fianza exigida al comendador al inicio del disfrute de su encomienda. Además, y de forma generalizada a partir del siglo XVII, la mayoría de las encomiendas quedaron gravadas por pensiones otorgadas a personas distinguidas por sus servicios, o a miembros de la nobleza, siendo los militares la mayor parte de los pensionistas sobre encomiendas, aumentando el número de ellos en gran medida en los siglos XVIII y XIX. Las rentas de las encomiendas podían obtenerse por explotación directa de su titular, hecho infrecuente debido al absentismo de los comendadores, o mediante el arrendamiento, sea por ramos o «miembros», o global, siendo supervisado por el mayordomo correspondiente y por el gobernador del partido en el cual se ubicase la encomienda.

Al igual que las encomiendas disponían de rentas propias, los prioratos. conventos de religiosas y los conventos cabeza de las Órdenes, disponían de sus propiedades con cuyos ingresos pagaban la manutención, enseñanza y gastos de freiles conventuales y de caballeros, y freiles novicios «en aprobación». La formación de freiles y caballeros se realizaba en las lecturas de los maestros de arte y teología que se impartían en los conventos. La necesidad de mayores conocimientos se resolvió creando colegios de las Órdenes Militares en las universidades.

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Valor y rentas de las encomiendas de las Órdenes Militares de Calatrava, Alcántara y Santiago en España en el siglo XVIII

En 1711 existían en España un total de 181 encomiendas pertenecientes a las Órdenes Militares de Calatrava (55), Alcántara (38) y Santiago (88), que arrojaban un valor capital total de 99.574.228 maravedís (265.531 ducados), lo que supone una media de 550.133 maravedís (1.467 ducados) por encomienda. Pero esta cifra, como casi todas las medias, oculta la realidad de las acusadas diferencias que se daban en el valor de las distintas encomiendas. De encomiendas que superaban los dos millones de maravedís, como las llamadas Mayores de Calatrava y Alcántara o la de Caravaca, perteneciente a la Orden de Santiago, entre otras, a encomiendas que no alcanzaban los cien mil maravedís de capitalización, como la de Zurita (Orden de Calatrava) o la de Castroverde (Orden de Santiago), por ejemplo, las diferencias eran considerables. Mucho más expresivo de la realidad que el valor medio de las encomiendas resulta el grado de concentración: las treinta encomiendas que arrojaban un valor superior al millón de maravedís y que formaban el 16,5% del total de las encomiendas concentraban el 46,8% del valor capital total.

En cuanto al disfrute de las rentas de cada encomienda, se realizaba de tres maneras diferentes: 1) disfrute por los propios comendadores, 2) goce de frutos o administrador con goce de frutos y 3) tesoro de las Órdenes, quedando repartido de la siguiente manera:

1) Comendador: disfrutaba de 61 encomiendas con un valor total de 28.839.891 maravedís, valor medio 472.785.

2) Goce de Frutos: disfrutaba de 93 encomiendas con un valor total de 54.271.712 maravedís, valor medio 583.566.

3) Tesoro: disfrutaba de 24 encomiendas con un valor total de 16.283.887 maravedís, valor medio 678.495.

4) Se ignora: 3 encomiendas con un valor total de 178.738 maravedís, valor medio 59.579.

De ello se desprende que a principios del siglo XVIII, la importancia que manifiesta lo que se conoce como administración en «goce de frutos» no era nada desdeñable. Más de la mitad de las encomiendas estaban sometidas ya a esta fórmula que suponía la aplicación de las rentas de la encomienda respectiva a personas, generalmente procedentes de la nobleza o instituciones eclesiásticas, que no necesariamente estaban vinculadas a la Orden Militar en calidad de comendadores jurídica y canónicamente ajustados a derecho. Éstos, por el contrario, aún conservaban el disfrute de un número considerable de encomiendas, pero parece claro que ya, a principios del setecientos, los beneficiarios por los goces de frutos dominaban el panorama de la distribución de las rentas de las encomiendas pertenecientes a Órdenes Militares. No fue, sin embargo, una novedad de 1711.

A lo largo de1 siglo XVII fue extendiéndose el que mujeres usufructuaran las encomiendas en calidad de administradoras con goces de frutos ya que no podían ser comendadores. La existencia de este tipo de beneficio refuerza la idea de la arbitrariedad monárquica y del Consejo a la hora de otorgar las encomiendas, pues durante el siglo XVII hubo una gran inflación de hábitos, personas que, en teoría, estaban preparadas para asumir una encomienda. Sin embargo Olivares, sobre todo, deslindó claramente esta cuestión: el fin perseguido por muchos era el propio hábito, la encomienda por tanto podía ser utilizada para favorecer a terceros, yendo ambas concesiones por caminos bien distintos.

Ciertamente, los valores medios son importantes porque demuestran lo atractiva que era la posibilidad de disfrutar de una encomienda a comienzos del siglo XVIII, aun cuando su valor había disminuido considerablemente a lo largo del siglo XVII, bien por la propia coyuntura económica de la centuria, bien por los problemas bélicos o por las nulas innovaciones e inversiones introducidas por sus beneficiarios.

Como es sabido, con la incorporación de las Órdenes Militares a la Corona a finales del siglo XV, la concesión de las encomiendas comenzó a ser atribución primeramente de Fernando el Católico y más tarde del llamado Consejo de las Órdenes. A partir de entonces, en un proceso que se desarrolló a lo largo de la Edad Moderna y que no es ajeno a la evolución de la situación económica de las clases dominantes, las características originales con las que habían nacido las Órdenes Militares empezaron a diluirse de forma efectiva para pasar a convertirse en un bastión económico de la política monárquica. Todo este proceso hay que vincularlo al creciente papel de la monarquía como redistribuidora de rentas.

Cuando las necesidades que habían cubierto las Órdenes Militares en su origen (defensa de los territorios fronterizos y repoblación de las tierras conquistadas a los musulmanes) se perdieron, la justificación que había amparado la percepción de rentas empezó objetivamente a diluirse, al compás del creciente control de las funciones y de los aparatos militares por parte del Estado. El contenido que hasta entonces habían tenido las Órdenes Militares se perdía al pasar su control al Consejo de las Órdenes y, en definitiva, a la Monarquía.

Esta evolución por la que atravesaron las rentas de las Órdenes Militares fue en realidad otra forma de manifestarse el proceso de desarrollo y articulación que, tras la crisis de los siglos bajomedievales, iba a tomar lo que se ha dado en llamar «renta feudal centralizada». No hay duda que a partir del siglo XVI las rentas de las encomiendas de Órdenes Militares iban a ser utilizadas para los propósitos de la Monarquía.

La situación que encontramos a principios del siglo XVIII (la preponderancia de las administraciones con goce de frutos) no es más que el punto final de todo un proceso que comenzaría con el control de unas rentas y continuaría con su redistribución por parte de la Corona. En 1711 las encomiendas más valiosas administradas con goce de frutos estaban en manos de algunas instituciones eclesiásticas, pero de ellas se beneficiaron sobre todo los miembros de la alta nobleza, las cuales en conjunto superaban el millón de maravedís de valoración.

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El ingreso en las Órdenes Militares y las obligaciones de sus miembros

En origen las Órdenes Militares se organizaron de manera similar a las monásticas correspondientes. A los votos de obediencia, castidad y pobreza se añadía el cuarto de la lucha contra el infiel, en la más rígida observancia de la regla. Los profesos se separaron en dos tipos, los denominados freiles religiosos o conventuales, de similares condiciones a los monjes cistercienses o agustinos y los freiles caballeros o simplemente caballeros que en algunos casos podían casarse, aunque quedaban obligados al ejercicio de las armas. El nombre de freiles se adoptó para diferenciar a los profesos de las Órdenes Militares de los frailes de las simplemente religiosas. Los caballeros de Santiago podían contraer matrimonio, quedando sometidos al voto de fidelidad conyugal, mientras que los de Calatrava y Alcántara sólo pudieron hacerlo a partir de 1541, previa solicitud de licencia para poder casarse e información realizada sobre la calidad nobiliaria de sus futuras esposas por el Consejo de Órdenes.

Las obligaciones de los caballeros a los rezos canónicos, a tener la regla de la Orden y el manto capitular, así como a la asistencia a los capítulos y la recepción de los sacramentos en determinados días del año, fueron los restos que permanecieron en vigor durante la Edad Moderna de la dura observancia de la regla medieval, que obligaba, entre otras cosas, a permanecer siempre con las armas ceñidas, incluso durmiendo, en previsión de ataques por sorpresa, y la prohibición de juegos y de cualquier contacto con mujeres. La relajación sufrida en la baja Edad Media, motivó que incluso el servicio de armas fuese sustituido por un pago en dinero o el envío de un sustituto. El período de formación espiritual exigido a los caballeros también se fue reduciendo, y los caballeros ya no precisaban de permanecer en sus respectivos conventos el período normativo del año de noviciado o «aprobación», tras el cual se les recibía la profesión expresa de sus votos, otorgándose muchos hábitos desde el siglo XVI sin que sus beneficiarios pasasen por los conventos. A mediados del siglo XVI se obligó a los caballeros novicios a permanecer seis meses de servicio en galeras, que no tardó en conmutarse por un pago en dinero. Aparte de poder recibir alguna de las ricas prebendas, los caballeros disfrutaban de jurisdicción especial privativa al Consejo de Órdenes, así como de todos los privilegios, bulas y exenciones de los religiosos, algunas tan discutidas como la exención fiscal y del pago de diezmos, que motivaron no pocos pleitos en el siglo XVI y siguientes.

En la etapa de la lucha dura contra los musulmanes de Al-Andalus, la admisión en las Órdenes no tenía limitaciones especiales, situación que cambió en los siglos XIV y XV cuando de facto se exigía nobleza para acceder al status de caballero. Desde finales del siglo XV generalizó la realización de informaciones sobre la condición nobiliaria de los pretendientes, quedando patente este requisito en las definiciones o estatutos de las Órdenes Militares desde los primeros años del siglo XVI. Estos expedientes de información de nobleza y limpieza de sangre, de los que no se veían excluidos ni los propios miembros de la familia real, demostraban la calidad nobiliaria de los beneficiados con un hábito, y les abrían numerosas puertas en la sociedad estamental española, obsesionada con los principios de la nobleza y la cristiandad vieja. Por ello eran tan anhelados los hábitos militares en los XVI y XVII.

Desde que los reyes españoles dispusieron de la administración de los maestrazgos los hábitos se otorgaron en gran medida como premio a los servicios al Estado, iniciando esta tendencia Fernando el Católico que lo hizo con los veteranos de las campañas en Italia. Burocracia y nobleza fueron también beneficiarios en gran medida de las mercedes de hábito. El conde-duque de Olivares, por el prestigio social de las órdenes, vio en ellos una fuente de posibles ingresos para las arcas de la real hacienda, autorizando su venta masiva, hecho que escandalizó a sus contemporáneos y contribuyó al desprestigio de los caballeros. Frenada esta tendencia en el reinado de Carlos II, el establecimiento de los Borbones supuso una relativa vuelta a la pureza de las mercedes de hábito que tan alegres fueron en tiempos de Felipe IV. Carlos III, deseoso de fundar una orden que premiara los méritos de los servidores del Estado, logró con la Orden que lleva su nombre el inicio de la sustitución de las antiguas Órdenes Militares por otra más acorde con los tiempos. El desinterés hacia las cada vez menos apetecidas Órdenes Militares se verifica en el hecho de que las maestranzas de caballería, de gran auge en los siglos XVII y XVIII recabaran hacia ellas las solicitudes de ingreso que antes eran dirigidas al Consejo de Órdenes, y que el número de los ingresados en las maestranzas superase a finales del siglo XVIII a los que lo hacían en las Órdenes Militares.

Las obligaciones militares de los miembros de las Órdenes se vieron sometidas a un relajamiento e incluso abandono creciente desde finales del siglo XV. Tras la intervención en la conquista de Granada, varios intentos de hacerlas combatir a lo largo del siglo XVI, uno de ellos frente a la revuelta de las comunidades, siguiendo otros para la defensa ante los ataques de la flota turca, cada vez tuvieron un eco menor. Las reiteradas voces de ciertos puristas y arbitristas que recordando el origen de las Órdenes sugerían su intervención frente a los presidios africanos de donde partían las naves piratas y los ataques a las costas españolas sólo llevaron al establecimiento del servicio de galeras, que en principio era sustitutorio del noviciado en los conventos, y los montados, que se transformaron rápidamente en una contribución sustitutoria en dinero. Con ello, así como con los impuestos exigidos a los comendadores por lanzas y medias lanzas se sufragaba el Batallón de las Órdenes y las galeras de Órdenes que intervinieron en las acciones militares españolas.

En el período comprendido entre principios del siglo XVI y principios del XX se otorgaron, según las pruebas conservadas, unos 2.100 hábitos de Alcántara, 3.900 de Calatrava y 13.000 de Santiago, siendo el periodo más abultado en las mercedes el del gobierno del conde-duque de Olivares.

Los miembros religiosos propiamente dichos de las Órdenes Militares eran los freiles conventuales, que en muchos casos servían como párrocos en las iglesias propias de las Órdenes. Asimismo existían conventos de monjas, freilas o comendadoras y los cenobios.

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Organización de las Órdenes Militares

En este apartado y de modo general, se expone la organización de las principales Órdenes Militares en su conjunto.

El Maestre

Las Ordenes Militares fueron estructuradas desde sus inicios de acuerdo con una clara jerarquía. A la cabeza, como sus más altos mandatarios, estuvieron los maestres generales o grandes maestres. Se distinguían del resto de los freires en el uso de algunos signos externos; por ejemplo, los maestres templarios portaban el bastón de mando, llamado abacus, que tenía un pomo blanco en su extremo superior y sobre él la cruz de la Orden, rodeada por una orla.
Los maestres contaron con el apoyo de personas que asesoraban en sus decisiones. El del Temple iba siempre acompañado por un pequeño séquito formado, al menos por dos caballeros de la Orden: el lugarteniente y el capellán. En el caso del Hospital, estos consejeros se denominaron prud’hommes.

Cuando el maestre se ausentaba, el senescal era quien cumplía sus funciones y lo representaba. El poder de los maestres estuvo en cierto modo controlado por el Capítulo.

Hubo dos tipos de capítulos, el General y el Provincial. En el primero, el gran maestre convocaba anualmente a los comendadores o bailíos capitulares, así como a sus acompañantes y a algunos freires. El Capítulo Provincial era también una reunión anual, pero se diferenciaba del anterior en que era convocado por el maestre de cada provincia y a él asistían los comendadores de su jurisdicción. El Capítulo decidía sobre la admisión de nuevos miembros, se encargaba, junto con el maestre o el comendador, de imponer disciplina y supervisaba las gestiones administrativas. Además, en el Capítulo Provincial se recaudaban los tributos que tenían que pagar anualmente las encomiendas, entre otros los destinados a la casa central, que a su vez eran percibidos en el Capítulo General.

El gran maestre ejercía jurisdicción directa sobre los territorios donde estaba ubicada la sede de cada Orden. Fuera de ella, era el maestre provincial (elegido por el gran maestre y por los miembros del Capítulo) el que la ejercía. Entre sus cometidos se contaba la obligación de velar por el buen funcionamiento de la Orden y de las encomiendas, así como la de dirigir a los caballeros en las campañas militares. El cargo de maestre provincial era renovable y duraba unos años (usualmente cuatro), pero se podía prolongar durante más tiempo.

El Comendador

En un escalón inmediatamente inferior al maestre provincial, estaban los comendadores, llamados también bailes o preceptores. Los comendadores tenían a su cargo una encomienda, nombre que puede proceder de la palabra latina comandamus, referida al dinero que se enviaba desde estos centros a la casa central.

Las encomiendas, también denominadas bailías y preceptorías, eran los conventos de cada Orden Militar, así como todos los territorios, explotaciones agrícolas e iglesias anejos a dichos conventos. Constituían su unidad básica de administración territorial y de obtención de rentas.

Los comendadores, además de regir su encomienda y gestionar los bienes de la misma, vigilaban que se cumpliese la disciplina de la Orden entre los freires. También dirigían a los freires caballeros cuando se requería su presencia en el campo de batalla. Contaban, asimismo, con personas que les ayudaban a desempeñar sus funciones, por ejemplo el subcomendador o lugarteniente, que era quien ocupaba el puesto del comendador en su ausencia.

Anualmente, los comendadores eran convocados por el maestre provincial al Capítulo Provincial. A él acudían todos los comendadores, o sus representantes con parte de las rentas obtenidas durante el año, puesto que las casas centrales se nutrían principalmente de las recaudaciones efectuadas en las distintas encomiendas.
Los delegados de los maestres provinciales inspeccionaban periódicamente las encomiendas para conocer su funcionamiento.

Los Freires o Freiles

Todos los integrantes de una encomienda, en una Orden Militar, eran denominados freires. Los cargos de dirección de la encomienda, como los de comendador y subcomendador o lugarteniente, estaban reservados a los miembros de clases superiores y de mayor cultura. El resto de los freires se ocupaba de las tareas domésticas y de producción. Teniendo en cuenta su extracción social y su función, se pueden diferenciar tres grupos: los llamados «freires caballeros», los «freires sargentos de armas» y un tercero denominado «des mestiers».

Los freires caballeros procedían del estrato social más alto y se distinguían de los sargentos por el hábito y el equipamiento. Parece ser que tanto unos como otros se habrían dedicado a las actividades militares, pero, según algunos autores, mientras los freires caballeros podían llevar hasta tres monturas y escuderos al combate, los sargentos eran freires que no habían profesado y que iban menos equipados, pues sólo llevaban a la batalla una montura, carecían de escuderos, su cota de malla no tenía mangas, las calzas no les llegaban a los pies y el casco no era tan fuerte.
Los freires des mestiers no se ocupaban de actividades guerreras, sino de las faenas domésticas y de otros servicios necesarios para la comunidad: eran los cocineros, despenseros, porteros, herreros, sastres, etc.

Hubo también freires dedicados a la administración del convento, como el clavígero (el encargado de las llaves) y el camerarius o cambrero (el responsable de la despensa).

El número de freires variaba en cada encomienda, aunque, según se deduce de los documentos conservados, frecuentemente eran muy pocos, ya que algunos conventos no llegaban a tener ni cuatro miembros. Los dedicados al servicio de armas debían reunir ciertos requisitos, entre ellos haber nacido de un matrimonio legítimo y demostrar limpieza de sangre.

Los Donados

Eran personas que, durante un tiempo, ofrecían sus posesiones y su servicio personal a la Orden a cambio de distintas compensaciones. Los donados podían quedarse en el convento para realizar tareas domésticas o bien continuar en sus casas, pero siempre vinculados a la Orden.

Las donaciones podían ser de diferentes tipos, según el objetivo que pretendiese con ellas el donante. En muchas ocasiones, lo que se deseaba era el apoyo espiritual de la Orden, bien para conseguir, a través de la oración, la salvación y el eterno descanso de su alma y la de sus familiares, bien para lograr el perdón de los pecados.

Otras veces, los donantes pretendían ser enterrados en los cementerios de la Orden, que ésta se encargase de la educación de sus hijos, asegurarse la comida y el vestido, la protección en caso de guerras o conflictos, o incluso disfrutar de los privilegios y exenciones fiscales que las Órdenes Militares tenían sobre su patrimonio.

Los bienes donados se entregaban en el mismo momento en que se efectuaba la donación o después de la muerte del donante, de tal modo que éste podía beneficiarse en vida de sus propiedades, al tiempo que tenía asegurada su defensa en caso de cualquier peligro.

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